Una de las palabras cuyo concepto ha variado innumerables ocasiones a lo largo de la historia es cultura. Su itinerario es escabroso y múltiple. El tiempo no fluye, está, somos nosotros los que pasamos y, por obra de hombres y mujeres de todas las épocas, la cultura ha cambiado de piel y de sustancia. ¿Es posible continuar hablando de ‘cultura de élite’ y ‘cultura popular’? ¿Es objetivo despreciar la música pop s o los melodramas del cine y la TV comercial?
Esto no significa que no haya personas que son fieles amantes del arte, que guardan la certeza de qué es cultura y creen y se sienten diferentes a quienes no son ‘cultivadas’, porque no tuvieron acceso a esa argamasa elusiva que es esa cultura o porque esta nunca les interesó. Pero ya quedan muy pocos ‘expertos’ que ridiculicen las sensibilidades del ‘ciudadano común’.
Vivimos una tendencia ‘omnívora’ (Zygmunt Bauman-Richard A. Peterson), es decir, la posibilidad de abrir espacios a la ópera y al rock pesado; Miguel Ángel, Leonardo, Cézanne, Duchamp, Magritte y las performances de Marina Abramovic demonizadas por los ‘críticos tradicionales’ (su paso desnudo por un entramado de tijeras, cuchillos, vidrios, succionando los sentimientos primarios de los asistentes), o instalaciones que emanan olores repulsivos (por dos ocasiones las de Amaru Cholango han sido descalificadas sin intuir siquiera su concepto).
¿Es dable seguir confundiendo cultura con arte? ¿Continuar creyendo que la cultura se construye solo en espacios cerrados? En el siglo XXI es, al menos, deleznable hablar de cultura; hay culturas que se entrelazan, conviven, oponen, imbrican, esquivan o desafían. La Ley de Cultura fue el último coletazo del mandamás de la década extraviada y su grey. Además, escrita en estilo brumoso, afectado y novelero de su séquito, es una sarta de nociones pasadistas; redactada en un binarismo anacrónico: ¿lo nacional vs resto del mundo?
¿Un Ministerio de Cultura –nidal de microscópicos burócratas embutidos por el autócrata del ático– como artífice de los ‘revolucionarios’ modelos estéticos, partiendo de esa mendacidad que lo nacional existe en la unidad? ¿Trocar la realidad, en vez de ajustarse a ella? Así nos cause escozor, la cultura devino en industria y corresponde acicatear a empresas vía incentivos tributarios para convertirlas en ‘activistas culturales’.
La ley vigente olvida a los públicos, pero no es con megabibliotecas, serenatas y exposiciones barriales que se enmendará semejante dislate. ¿Será factible que los burócratas de la cultura lean Cultura Mainstream y Cultura de América de Frédéric Martel, sin interrumpir su holganza? Investigador y periodista excepcional, Martel publicó libros que iluminan estas cuestiones (no hay recetarios definitivos), en su país de origen, Francia, o en cualquier otro, grande o pequeño.