Se necesitaría estar ciego o loco para negar que el sistema judicial del país está penetrado de corrupción, ineficiencia y hasta implicaciones con el narcotráfico. Que en todos los niveles hay personas honorables que cumplen con su deber es claro. Pero hay otras que abusan de sus funciones y las usan para enriquecerse, a veces con actos inverosímiles de atropello de las normas.
Por todo ello, nadie puede oponerse a que se impulse una reforma radical de la Función Judicial. Pero ¿será solución tirarse abajo el Consejo de la Judicatura o “barrer” sin más las cortes? Desde luego que no. Eso solo empeoraría las cosas y sacaría a flote, como ya ha sucedido, la intención de “tomarse” esa función en beneficio político.
En efecto, en el juicio político promovido por el correísmo a la mayoría de miembros del Consejo de la Judicatura, quedó claro que la legisladora que los acusó de una cosa terminó hablando de otra y pidiendo la destitución por una causa que ni siquiera había mencionado en la acusación. Era inocultable la intención de “tumbar” a quienes no les resultan manejables para copar el organismo y manipular la justicia, para librar a Correa y sus adláteres de las penas que les fueron impuestas por delincuentes.
En el debate todos sabían, dentro y fuera de la Asamblea, que estaba en juego el control del organismo y no el intento de castigar la “metida de mano en la justicia”, cosa en la que los acusadores correístas y socialcristianos son campeones. Esa es la verdad, aunque algún ingenuo abogado pensara que así comenzaba la depuración de la justicia.
Pero el presidente y los miembros del Consejo de la Judicatura no pueden enancarse en ese éxito y no hacer nada.
Tienen que rectificar errores, hacer su trabajo para que se maneje con probidad el sistema judicial. Cuando Julio César Trujillo y el Consejo de Participación transitorio impulsaron la depuración de ese organismo y empezaron a institucionalizar el país cumplieron un mandato patriótico que no puede ser traicionado ni postergado.