En la última reunión del presidente Correa con los empresarios, el representante de estos le sugirió respetuosamente tener en cuenta los efectos negativos que “el caso Asange” pudiera tener en las negociaciones comerciales con los Estados Unidos. Interrumpiéndole, Correa respondió al empresario que “la soberanía no está en venta” y que no aceptará condicionamientos de ninguna clase para tomar decisiones. Los empresarios aclararon que no sugieren vender la soberanía sino tener presente las consecuencias de los actos gubernamentales a fin de tomar el camino más conveniente para los intereses del país.
La reacción de Correa es un ejemplo de lo que se conoce como “maniqueísmo”. En la historia de las religiones, se habla de la doctrina de Manes, profeta que predicaba el dualismo y la oposición absoluta entre el bien y el mal y afirmaba que el predominio del primero sobre el segundo se conseguiría mediante una lucha sin cuartel. Sus discípulos, dice la leyenda, le pedían consejo sobre cómo proceder en casos concretos, pero la respuesta era tajante e invariable: hay que destruir el mal.
La compleja pregunta obvia es entre dos opciones reales, ¿cuál es la mala y cuál la buena?
Ciertamente, nadie puede pretender que se venda la soberanía por un plato de lentejas, ni siquiera por uno o mil platos de oro puro. Pero en la vida de una república, los innumerables actos de gobierno no son ni pueden ser entendidos como defensa o venta de la soberanía. Hay que pensar que, en última instancia, la soberanía solo se explica porque procura dar eficacia al instrumento -el Estado- creado para trabajar en búsqueda del buen vivir, la felicidad colectiva o el bien común.
Cuando a Correa se le pide hacer algo que contradice o pudiera o pareciera contradecir su opinión, él usa el argumento maniqueo para abroquelarse en su verdad -que cree absoluta- y atacar la “superficialidad, la ignorancia, la maldad o la antipatria” de quienes piensan diferente. Parecería ser el Arcángel Rafael blandiendo la espada flamífera del bien, para enfrentarse a las oscuras fuerzas del mal. Eso es lo inaceptable del maniqueísmo y de la conducta presidencial.
Si Correa se detuviera a pensar -no a responder de inmediato sin dar tiempo a la reflexión- sobre lo que los ciudadanos libres le están sugiriendo todos los días, talvez encontraría elementos de valor en esas opiniones, que le permitirían mejorar sus propias ideas, morigerar sus arrebatos de corazón ardiente, alimentar y equilibrar su mente lúcida y actuar en defensa de los verdaderos intereses del Ecuador.
En cuanto a lo de las manos limpias… No perdamos la esperanza de que alguien, alguna vez, ojalá pronto, se atreva a “inaugurar la justicia” en un Ecuador que la necesita hoy mucho más que en la época en la que Roldós pronunciara esa retumbante sentencia.