En los últimos 20 años el Ecuador se ha visto literalmente inundado por monumentos públicos verdaderamente vergonzosos. Existe desde la oda a la cebolla hasta inocuas bailarinas de ballet cuyo traje se cae a pedazos. Cualquier grupo ciudadano, cualquier alcalde en tránsito y su concejo cantonal, cualquier artista de medio pelo, se sienten con el derecho de ocupar espacios urbanos con sus caprichosas formas mal aprendidas, populacheras, trasnochadas y de dudoso contenido. En San Fernando, Azuay, por citar un ejemplo, hace pocos años se coloca como símbolo de la región una triste vaca lechera, mientras alrededor pastan y mugen verdaderas vacas de carne y hueso. Así mismo, en Otavalo o Cotacachi se reitera la imagen del indígena, una especie de caricatura mal hecha del vigoroso y aportante grupo humano. ¡Una vergüenza! Un mono gigantesco en extinción nos mira amenazante desde un poste, en la avenida P. Menéndez Gilbert en Guayaquil. También, alguna que otra universidad ha sido partícipe de este juego novelero sin tomar en cuenta, por citar otro ejemplo cimero, la gran tradición instalada por instituciones educativas como la Universidad Central de Quito en los años treinta.
La estatuomanía en nuestros países iniciada desde hace más de 100 años no ha concluido, se ha transformado; desde los retratos masculinos en pedestales que honraban académicamente a los “prohombres” de nuestras sociedades burguesas, pasando por las populares madres en yeso blanco atestadas de hijos suplicantes, hasta lo que vivimos hoy una especie de Disneylandia de objetos chillones que no respetan el entorno, los verdaderos significados de lo que debería ser representado o las audiencias a las que apelan. En suma, una banalización preocupante de lo que antes se consideró casi sagrado: el espacio público. Quito, sin embargo, vivió un interesante paréntesis en este sentido. Durante la alcaldía de Rodrigo Paz, muchos y buenos artistas nacionales e internacionales tuvieron importante cabida en dotar a dichos espacios de escultura pública ad hoc al lugar y a las comunidades con las que entrarían en diálogo. Pero fue eso, un paréntesis. Por aquella línea de mamarrachadas entra el nuevo monumento dorado de 5 metros de alto de la cabeza de Febres Cordero que se erige al pie del conjunto patrimonial Las Peñas en Guayaquil. Más allá de la controversia conocida en la que se enfrentan y disputan espacios las fuerzas políticas oficiales nacionales y las regionales, creo que es importante señalar que independientemente de quien sea representado, la pobre calidad estética de la obra es un hecho, así como la falta de conocimiento y respeto con el entorno patrimonial al que no se debe eclipsar.