Quito es la ciudad de los malabaristas. Las avenidas son circos ambulantes donde compiten -en el breve momento que deja el semáforo- equilibristas, ilusionistas, el hombre que vomita fuego, los muchachos que hacen pirámides, los que lanzan pelotas, los que caminan por la cuerda floja, los que saludan, los que se enojan por la propina exigua.
Están todos ellos, como la cara visible de una sociedad diferente, de un mundo que recuerda a los juglares, pero que es evidencia de la posmodernidad del siglo XXI.
Aleccionadora esa “comunidad del semáforo”, en cuyo espacio conviven toda suerte de personajes que se buscan la vida apelando a sus habilidades y al equilibrio, a la tolerancia de los conductores y al respeto a la diversidad, concepto que, gracias al testimonio de esos seres marginales, escapa de la literatura política y del lugar común académico, e inunda la calle como testimonio de la existencia del “otro”.
Diversidad, equilibrio y tolerancia, visiones y vivencias de otro modo de entender el mundo, de ganarse la vida -distintas de las del automovilista, del burócrata, del hombre de negocios- y que son lecciones para todos y, por cierto, para quienes viven anclados en las trincheras de la verdad única, de la intolerancia y de la negación de la equidad como conducta.
Alguien dijo que “la ética de la democracia es la tolerancia”. Y lo del semáforo, esa convivencia momentánea entre los malabaristas y los conductores, es práctica ejemplar de la ética democrática, cuya sustancia no es votar, ni elegir gobernantes, ni hacer discursos; es entender que hay otros que tienen derecho a estar, a expresarse y a vivir; que hay quienes piensan y creen distinto; y que la tarea de los de arriba y de los de abajo no es reprimir, ni prohibir, ni someter, sino admitir, con la necesaria dosis de humildad e inteligencia, que el mundo no es lo que cada uno quiere, lo que cada partido imagina, lo que cada poderoso propone, lo que cada dogma decreta. Lo del semáforo es una lección de filosofía política. Una lección de conducta.
Lo del semáforo es, también, la radiografía de nuestra secreta intolerancia, de nuestra perpetua hipocresía: con sonrisa de hiena le damos el óbolo para que los malabaristas no fastidien más y se vayan, pero, hacia adentro, en los sótanos espirituales, pensamos que se les debe prohibir estar allí, que les deben meter presos o expulsar.
Y ya nos imaginamos escribiéndole al Alcalde a ver hasta cuándo les tolera, hasta cuándo “limpia las calles” para circular en paz en el carrazo que nos lleva al destino de nuestra cotidiana prepotencia.
Malabaristas que rompen la habitual satisfacción con la vida, y que nos ponen a pensar que en la selva de cemento, como en la distante selva amazónica, también están los “otros”.
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