Nuestras sociedades, junto con muchas otras en el mundo, adolescen de muchos males bien evocados por dos apreciados amigos en artículos publicados en días recientes, uno por Fabián Corral en estas páginas bajo el título “Un país que agoniza”, y otro por Hernán Pérez Loose en El Universo de Guayaquil titulado “En picada”. Recomiendo leer ambos: describen muy bien mucho del asco que nos asfixia.
Pero por favor, no nos quedemos ahí. Pregunta Fabián Corral al final de su excelente artículo, “¿Habrá una cura distinta de las pociones mágicas y de los venenos progresistas que venden tantos brujos?”
Planteo que sí hay una “cura distinta”. La mayoría de diagnósticos que oímos y leemos centra su atención en realidades institucionales – la constitución, las leyes, el sistema judicial, la política: si arreglamos las elecciones, corregimos esta disposición constitucional o aquella ley, este control o aquel castigo, todo mejorará. Quienes venden “pociones mágicas y venenos progresistas” son brujos políticos. Y la mayoría está abierta a comprarlas porque sigue entrampada en ese equivocado diagnóstico institucionalista, que cree que las soluciones vendrán por procesos y decisiones de tipo político.
El diagnóstico correcto es, a mi juicio, que existe tanta persona taimada, mentirosa, irrespetuosa y abusiva en nuestras sociedades porque criamos y educamos mal.
Primero, con malos métodos: tratamos de imponer valores como “verdades”, y hacemos poco o nada para estimular la madurez, el sentido crítico y el auto-dominio, las únicas bases sobre las cuales una persona adquiere respeto y honestidad, rechaza ser abusivo, y vive de acuerdo con esas convicciones.
Y segundo, con nefastos paradigmas: además del institucionalista, dominan entre nosotros el autoritarismo, el machismo, el racismo, el clasismo, la intolerancia religiosa e ideológica alimentada por la anacrónica noción de que solo una forma de pensar puede ser “correcta”, la homofobia, la idea de “cultura nacional” y la creencia de que, con todas sus posibles taras, ésta es buena porque es “nuestra”, las ideas de “raza” y de la superioridad de alguna de ellas, el miedo a la verdad, el desprecio por el trabajo, la creencia de que “la culpa” es de otros, el pretendido “derecho” a que “alguien” nos proporcione pan, techo, electricidad, televisión, bienestar general y, por último, si no queda más, trabajo.
La “cura distinta” comienza por salir de la obsesiva preocupación institucionalista y política, y pasa por cambiar radicalmente nuestros paradigmas dominantes y nuestros esquemas de crianza y de educación. Pero nos resistimos a repensar todo lo que debemos repensar para generar esas diferencias. Y luego nos sorprendemos cuando, habiendo insistido en el mal diagnóstico, sufrimos de siempre peores remedios.