En la democracia electrónica actual existe un misterioso aparatito que torna inteligentes a los políticos tontos, cultos a los impreparados, expresivos a los que tienen dificultades de comunicación y que da memoria prodigiosa a los olvidadizos: se llama “teleprompter”.
Instalado ocultamente al lado del lente de la cámara de TV o frente a la tribuna de una asamblea o concentración de masas, el adminículo permite al orador leer el discurso pero dar la impresión de que improvisa.
Las dos pantallas del teleprompter se colocan cerca de la tribuna. Son dos pequeñas piezas rectangulares de vidrio en las que desfilan sincronizadamente las palabras, de modo que el orador, al leerlas indistintamente en cualquiera de ellas, da la impresión de “mirar” a ambos lados del auditorio. Sus cambios de postura, movimientos de cabeza y gesticulación contribuyen a completar el engaño.
Y el público no puede descubrir el “truco” porque las pantallas, vistas desde fuera, son vidrios transparentes.
El presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan fue un hábil lector de teleprompter y Bill Clinton sorprendió al mundo con un largo discurso “improvisado” que leyó ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 27 de septiembre de 1993. Muy pocos se percataron de las pantallas del teleprompter situadas frente al podium de la inmensa sala. Barack Obama, al tomar posesión de su cargo, leyó en el teleprompter su elocuente discurso ante la impresionante multitud de tres millones de personas que coparon la explanada del Capitolio en Washington. Cosa parecida hizo Juan Manuel Santos en Colombia hace pocas semanas. Y, en nuestro país, presidentes, ministros, funcionarios y diputados leen en el telepromter sus discursos ¡vayan ustedes a saber escritos por quién!
Pero ¿es este un embuste a la opinión pública? Claro que sí, porque con la utilización de medios artificiales y engañosos se presenta un líder político diferente del real. Se crea un personaje que no existe. Y con ello se vulnera el derecho del pueblo a conocer las capacidades y limitaciones de sus líderes. Ciertamente que nada les obliga a improvisar pero, si prefieren leer, el público tiene derecho a saberlo.
Los grandes oradores de la historia —Demóstenes, Esquines, Catón, Cicerón, Marco Antonio, Craso, Julio César, Hortensio, Mirabeau, Castelar, Gaitán— resultarían insignificantes en comparación con los modernos políticos dotados de un teleprompter.
Una anécdota. Hace unos años, en un vuelo a Madrid, un vecino de asiento me contó que Fidel estaba impresionado por el discurso de posesión del presidente Ernesto Samper. Le dije que fue un hermoso discurso pero fue leído. “No señor —me dijo—, no tenía un papel”. “Leído en el teleprompter”, le contesté. Y me repuso: “¿Qué es teleprompter?”