A veces la coreografía, o la puesta en escena de una situación política, es mucho más reveladora que mil palabras. Y la audiencia en Washington solicitada a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos así lo demostró. Para empezar, el Canciller no debía estar ahí. Se supone que, por estrategia política, el Ministro de Relaciones Internacionales debe reservar sus intervenciones para situaciones de última instancia. Este no era el caso y su sola presencia puso al Gobierno ecuatoriano en evidencia. La agresividad de su intervención fue una prueba más a favor de los argumentos de los periodistas que pidieron la audiencia.
Pero si la CIDH necesitaba una prueba objetiva de la injerencia del Ejecutivo en la justicia, la tuvo de cuerpo presente. La sola presencia del Presidente de la Corte Constitucional como parte de la delegación gubernamental habló por sí sola. Como siempre me decía un amigo ahora en el Gobierno, el Tribunal Constitucional es –para todos los fines- el máximo órgano de justicia en el Ecuador y, también, el defensor de última instancia de todos los derechos y garantías otorgados a los ciudadanos por la Constitución y los tratados internacionales. Haciendo un símil, un juez de la Corte Suprema de Justicia de los EE.UU. no se arriesgaría jamás a ser fotografiado al lado de funcionarios del Ejecutivo o del Legislativo para no poner en riesgo su legitimidad y tal vez toda su carrera.
De todas maneras, lo que ocurrió en Washington es solo sintomático. El problema de fondo sigue siendo cómo el gobierno de Alianza País -en general- y el presidente Rafael Correa -en particular- conciben su proceso de cambio. Si para producir el cambio que quiere el país necesariamente tienen que aplastar –moral, psicológica y económicamente- a sus opositores (periodistas incluidos) o si pueden hacerlo por medios pacíficos. La paradoja es que un presidente con tanto apoyo popular como Rafael Correa siempre pudo hacerlo por las buenas. Siempre existió esa posibilidad con empresarios que simpatizaban con él, con movimientos sociales que le ofrecieron en un inicio todo su apoyo e incluso con periodistas que pensaron que él era la única opción. Es triste que cinco años después, esa posibilidad de concertación y diálogo sin epítetos –a los Mandela, a lo Mujica- se haya convertido en una guerra sin cuartel llena de resentimientos. El odio que se expresa en cada viaje, cada cadena, cada gasto incurrido por el Gobierno en contra de opositores. El odio genera resentimiento, en cada nota de prensa o reportaje donde periodistas tratan de volver a sentirse personas honestas y que no les insulten o agredan en la calle. Basta ya, ¿por qué no ponerse por un momento siquiera en el lugar del otro? El Estado tiene que proteger a todos, especialmente a aquellos que no piensan como su gobierno de turno. Y el país necesita desesperadamente hablar de lo importante.