Sigue siendo cierto, increíble pero cierto, que millones de seres humanos no gozan de libertad. Puede ser porque son esclavos, en el sentido literal de la palabra (según la ONU, hay actualmente más de 20 millones en todo el mundo), o porque viven bajo regímenes que les esclavizan. En consecuencia, mucha atención sigue centrada en nuestros tiempos en éste, que podríamos describir como el problema primario de la libertad: ser o no ser libres, en un sentido casi absoluto.
Pero quienes ni somos, literalmente, esclavos, ni vivimos en Cuba o en Corea del Norte enfrentamos una cadena de otros desafíos, más complejos, en relación con la libertad. Los ilustra el caso de la señora a quien un policía dijo: “Señora, no puede ir en contravía,” que contestó, con lógica exquisita: “¿Por qué no? Estoy pudiendo”. Era libre para hacerlo, y en consecuencia lo estaba haciendo. Muchos, como ella, consideran que “poder hacer” es sinónimo de “está bien hacer”. Puedo, luego hago.
Pero eso no es válido. Quienes vivimos con y entre otros no debemos ser libres sin límites. Puede y debe ser así de libre quien vive en total aislamiento: Robinson Crusoe pudo y debió ser libre, hasta que apareció Viernes, para andar por ahí sin bañarse, dormir de día y trabajar de noche, hacer bulla, beber hasta el exceso. Pero a partir del momento en que su ejercicio ilimitado de la libertad afectaba el bienestar de otro, surgió la necesidad de limitarla. Los límites a la libertad son necesarios para hacer viable la vida social. Es por eso que la señora no debió ir contravía. No es que no podía (“estoy pudiendo”). Es que, siendo una calle por la que transitaban otros, no debía.
Aceptada la necesidad de limitarla, la libertad plantea un siguiente desafío: ¿Quién debe poner e imponer los límites? El paradigma tradicional, aún vigente en muchas sociedades, plantea que debe hacerlo alguna figura de autoridad -rey, padre, profesor, policía, jefe, alcalde, ministro, presidente. Ese paradigma le teme a la libertad, porque la identifica, equivocadamente, con libertinaje. Una vez oí decir: “Liberas gente, creas caos”. Pero algunos planteamos que quien debe poner e imponer los límites a nuestras libertades es cada uno de nosotros. Si lo hacemos, no creamos caos. Construimos respeto mutuo.
Y eso nos lleva al tercer y más profundo desafío de la libertad: para poder construir respeto mutuo, debemos todos adquirir una consciencia moral. No con la “enseñanza de valores”, idea que refleja una inadecuada comprensión del problema, sino a través de una formación y educación liberal, que estimula la reflexión y conduce a la convicción, de la cual nace esa consciencia capaz de limitar la propia libertad.
Tal vez lo más difícil para todo ser humano sea el paso de “Puedo, luego hago” a “Puedo, pero no debo. Luego, no hago”.