Cómo nos cuesta hacernos a la idea de que somos un pequeño país. Qué difícil llegar al entendimiento que en nuestro pequeño espacio geográfico coexisten el neolítico y la edad de bronce con pequeños grupos sociales altamente evolucionados y cultos como que parecerían pertenecer a otra galaxia. Un pequeño país en el que los horizontes de la mayoría de sus habitantes no pasa de la comarca y sus reales intereses se juegan en las ferias semanales de la capital de la minúscula provincia. Qué admirable el que pese a todo y en todos los tiempos hayamos contado con ciudadanos que perdieron el sueño en el empeño de que también nosotros llegáramos a las modernidades que iban sucediéndose. Ahí están los jesuitas que nacieron en la Real Audiencia de Quito, Rocafuerte, García Moreno y el General Alfaro, a los que nunca se les comprendió del todo. Ahí están también, como no podía ser en otra forma, los gobernantes que durmieron a pierna suelta, pues llegaron al convencimiento que problemas como el de la educación superior o era una batalla perdida o un dolor de cabeza que de ganita les llevaría a desatenderse de asuntos más importantes y concretos como los ajetreos económicos y financieros. Para colmo, quienes se decían portaestandartes de la justicia social fueron quienes le llevaron al desastre a la educación pública, la estatal, la gratuita, la llamada a liberarle al pueblo de tantas esclavitudes. Fue la razón para que se crearan las universidades particulares; algunas resultaron excelentes, las más producto de la codicia: educar resultaba un buen negocio. El pequeño país llegó a tener 70 universidades y politécnicas, por poco el número que tiene Francia. No hablemos de calidad ni de aportaciones al conocimiento. La barbarie campeando por sus fueros y sin que nadie chistara desde las alturas del poder.
Es en estas circunstancias que Correa llega a la Presidencia de la República, sin compromisos con la oligarquía plutócrata. Sus estudios profesionales los ha realizado en una universidad de Guayaquil y el posgrado en Bélgica y EE.UU. Las comparaciones se imponen, comenzando por que el primero de los nombrados es también un país pequeñito. La educación superior nos ha conducido a un desastre nacional es la opinión del nuevo Mandatario: su transformación será una política de Estado. Me siento entusiasmado y así me manifiesto.
Luego de una evaluación bien realizada, un tercio de las universidades existentes debe ser eliminado del sistema. Aplaudo la decisión. Se impone una nueva Ley de Educación Superior. Con el proyecto elaborado por el Gobierno las universidades públicas hallarán el camino hacia su transformación. Asignarle a una Secretaría de Educación Superior la rectoría en tal campo es apenas de razonamiento lógico, tal cual sucede con el Ministerio de Educación.