Es lo que nos pertenece desde el día en que nacimos, lo que nos ubica en el espacio y en el tiempo, lo que dota de pertenencia al vecindario, de trascendencia a la familia y de sentido al horizonte. Es el patrimonio moral que marca los límites y nos vincula con los demás a través de un sentimiento de solidaridad que no necesita ideologías ni doctrinas.
Lo nuestro es lo que hace que seamos de aquí, y no de allá; es lo que modula los acentos, lo que permite que amemos una ciudad o una aldea y que nos importe su destino, lo que hace posible esas dimensiones provincianas que nos distinguen y enorgullecen sin venenos regionales. Lo nuestro es lo que trasciende de la política, lo que nos dota de certezas, y lo que aún nos anima y compromete.
Lo nuestro es el ancla que nos sujeta a esta tierra. Es la nostalgia de otros días y otros sitios, nostalgia de épocas de rigor y austeridad, en que teníamos clara conciencia de algo que se llamó civismo, y que no estaba en los actos de masas, ni en las cartillas políticas. No, ese civismo –pasado de moda en estos tiempos- nacía de la lectura de aquel librito escolar que se llamaba “Terruño”, del gesto de respeto con que mirábamos la bandera izarse en el patio de la escuela, de la unción con que cantábamos el himno. Ese civismo no tenía partido, no tenía enemigos. Tenía hermanos.
¿Se ha devaluado lo nuestro? ¿Ha perdido vigencia el sentido de pertenencia? ¿El civismo ha degenerado en nacionalismo? No sé. Lo que sé es que, pese al multiculturalismo y a la diversidad declaradas pomposamente en la Constitución, estamos profundamente divididos; que la tolerancia es cada vez más escasa; que la democracia electoral se ha convertido en una siniestra competencia, que la desconfianza prospera y el temor cala en el ánimo y mata las ilusiones. Lo que sé es que las mayorías excluyen a las minorías y que se habla de triunfadores y derrotados. ¿Cómo entender el civismo en esas condiciones? ¿Podemos sentirle nuestro a un país cuya dirección es motivo de feroz e implacable disputa?
Lo que articula a una sociedad es la capacidad de compartir valores, modos de ser, ilusiones y distintas maneras de mirar las cosas. Lo que vertebra a un país es la capacidad de entenderse desde la diversidad y el debate, desde la discrepancia. Lo que vertebra a una sociedad es la posibilidad de mirar al otro como conciudadano, de concederle razones y espacios, y de extenderle mano. Lo que rompe el sentido de pertenencia es la desconfianza, la lógica de los absolutos y la democracia planteada como guerra sin cuartel, donde habrá vencedores que se llevarán los trofeos y derrotados que deberán someterse.
Entonces, “lo nuestro” se va disipando, y pasa a ser tierra inhóspita de propiedad de los otros.