Si queremos caracterizar a la política ecuatoriana en el 2010 habría que hablar de la incapacidad del Régimen de dar un desenlace a los procesos de reinstitucionalización que se iniciaron con la aprobación de la Constitución de Montecristi en el 2007.
Hemos asistido este año a un largo proceso de transición que no ha llegado a recomponer en forma clara las instituciones que se removieron, se debilitaron o se liquidaron durante el proceso de refundación que la “revolución ciudadana” condujo durante los últimos años.
Por un lado, han fracasado varios intentos de la Asamblea Nacional por aprobar leyes orgánicas que deberían completar el marco normativo de la Constitución elaborada en Montecristi. Si la Constitución no levantó mayores resistencias para su aprobación, las leyes que se derivan de ella han sido rechazadas por diversos sectores de la población ecuatoriana que no están dispuestos a dejarse subordinar en un proyecto de excesiva concentración o centralización del poder.
Esta dificultad de construir consensualmente las leyes orgánicas no solamente se ha debido a la resistencia de una oposición muchas veces fragmentada y dividida; incluso en las filas del partido de gobierno, esas resistencias y divergencias han debido ser drásticamente acalladas desde Carondelet.
Sin embargo, parecería emerger otra lógica que se desprende del fracaso de esta operación deliberativa; el Régimen parece descubrir las ventajas de mantener pendiente la institucionalización del país; esta condición de transición ad infinitum le permitiría al Presidente conservar en sus manos toda la capacidad decisional para la aplicación de su modelo, sin que deba conducirse respetando norma o regulación alguna.
Parte de esta estrategia es volver a poner en escena la opción plebiscitaria de la consulta popular para resolver con contundencia temas que en la escena parlamentaria podrían disolverse; una forma de echar mano de mecanismos extraordinarios de construcción decisional, en detrimento de otros más institucionalizados como el debate conducido desde la lógica parlamentaria.
Se trata de una transición en la que conviven dos lógicas, una deliberativa y consensual, pero de muy débil configuración, y otra, que apunta a imponer unilateralmente el diseño institucional construido en Montecristi sea mediante la aplicación de la mano fuerte de Carondelet, o mediante la opción plebiscitaria. En este camino, ambas se convierten en estrategias complementarias para la acumulación y el uso discrecional del poder, lo que en todo caso implica una merma significativa de democracia.
El reto del 2011 para la oposición, la ciudadanía y los sectores democráticos de Alianza País es impedir esta peligrosa deriva.