El país vive de elección en elección, de consulta en consulta, de campaña en campaña. Ir a las urnas se ha convertido en el rito constante de la vida, en la única forma de sentir a la patria y en una especie de pasaporte a la felicidad. Sometidos como estamos al espectáculo de la perpetua competencia de personajes, movimientos y partidos, parecería que la lógica y la razón de ser de la sociedad sería únicamente designar gobernantes y legisladores, nombrar alcaldes y concejales, escuchar discursos, participar en desfiles, vestir la camiseta de los candidatos de ocasión, soportar las paredes manchadas y la constante incursión de políticos de todo orden entre la programación habitual de la televisión. Parecería que solo en lo que resta del tiempo, después de todo eso, puede el hombre de a pie ganarse el pan y, alguna vez, pensar. Y parecería que quien se sustrae de semejante torbellino, cometería pecado mortal de indiferencia, porque todos estamos obligados a bailar al ritmo frenético que nos tocan.
Probablemente a los políticos de todos los colores les parecerá insuficiente el volumen del concierto. Ellos necesitan más análisis electoral, más promoción, más prensa dedicada a satisfacer sus expectativas. El problema es que el electoralismo constante tiende un velo de postergación y olvido sobre los temas de fondo del país, porque la tarea urgente y perpetua es ocuparse de esos seres especialísimos que son los candidatos, encarnación de la sabiduría y la virtud.
Yo, escéptico y desconfiado como soy, creo que esa lógica electoral, esa permanente alienación a las elecciones, no afianza la democracia; al contrario, la transforma en ritual vacío, en trámite empobrecedor. Esto no significa que yo sugiera eliminar la alternabilidad en el gobierno de la república, nada de eso. Más bien, obsérvese que, paradójicamente, bajo el síndrome electoral perpetuo se esconde la estrategia que apunta a la eternidad en el poder. Véanse los casos de Venezuela, Argentina, Nicaragua, Ecuador. En ninguno de ellos hay alternabilidad, pero hay elecciones con inusual frecuencia y alarmante frenesí.
Me parece que esa no es la lógica a la que deben vivir enganchados los países; que semejante técnica de reiteración electoral coloca a la economía en el eterno ciclo político que termina dañándola, genera en la sociedad un peligroso deterioro de sus bases de convivencia, y fomenta las rivalidades. Además, se dañan las ópticas con las que se debe mirar la realidad, porque en ese escenario todo adquiere connotación electoral y tinte demagógico, es que entonces solo se puede hablar de lo que es “políticamente correcto”, esto es, lo que conviene decir –y lo que conviene callar- para no perder votos.
Si las lógicas electorales inundan permanentemente las repúblicas, la democracia pierde sustancia y valor. Y perdemos todos.
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