Los locos de las montañas

Desde hace años escucho con curiosidad los relatos apasionados de varios personajes cuya cordura se debe haber extraviado en alguna de las cumbres a las que, dicen ellos, han llegado por sus propios pies y, en muchos casos, sin oxígeno.

Este grupo de locos narran deliciosas aventuras en las que coronan cumbres imposibles a más de 8 000 metros de altitud sobre el nivel del mar, sin más ayuda motriz que sus propias fuerzas y un deseo irrefrenable (supongo) por mirar lo que hay al otro lado de las montañas.

Alguno de ellos, desbordado por el delirio, cuenta de un ascenso en el que estuvo a punto de morir por congelamiento, y que salvó su vida pagando un tributo "menor" al haber perdido los dedos de uno de sus pies. Pero eso no es todo, pues el hombre afirmaba que una vez superado el problema, una vez recuperada la estabilidad de su cuerpo, volvería a escalar las montañas más altas, y todas de un solo envión si era necesario… Y lo hizo.

Otro, en cambio, con voz frenética y gestos vehementes, con la piel de la cara chamuscada en todos los lugares que su barba negra y profusa ha dejado despoblados, relata un episodio insólito que acaba de pasar con un grupo de amigos y compatriotas en las cercanías de la cima del Everest. Y dice él que se encontraron una madrugada a más de 8 600 metros de altura, a escasos 150 metros del final, con un vendaval que les impedía cualquier avance y hacía peligrar su vida. Entonces se refugiaron en una cueva y ahí se percató de que la temperatura era de menos 30 grados centígrados. Allí, en esa cueva en la que los imagino como si fueran los primeros habitantes del planeta y habláramos de tiempos inmemoriales, deciden que el grupo de cinco debe separarse, pues ella, la única mujer que los acompaña, tiene congelados los dedos de sus manos. A continuación tres reanudan la marcha y dos resuelven descender de la montaña. Aquellos tres coronan la cumbre, colocan una bandera, lloran y se abrazan, y observan finalmente lo que esperaban… Mientras tanto, los otros dos, afectados visiblemente por la inclemencia del tiempo, regresan un tanto abatidos y nostálgicos por dejar atrás la montaña que bien pudo arrebatarles la vida, imaginando al mismo tiempo con orgullo a los tres compañeros alborozados que acarician el cielo.

Nunca dejaré de admirar a los locos de las montañas, y tampoco dejaré de preguntarme: ¿con qué o con quién se conectan en las alturas?, ¿qué o a quién buscan en las cimas más altas del planeta?, ¿qué fuerza extraña los atrae hacia esos lugares tan remotos, tan ajenos al ser humano? Las respuestas de algún modo están envueltas en sus voces, ocultas entre sus gestos, silenciosas. Asumo que en las altitudes se observa, se escucha, se conoce y se conecta uno con el principio y el fin de todas las cosas. Y eso, por más locos que estén, no se puede describir con palabras.

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