El filósofo español y académico de la lengua don Emilio Lledó, a sus noventa y un sabios años, habla de ‘otro tipo de tiempo’, tiempo de otra índole, otra naturaleza: días de valor.
Elemento básico de nuestra educación era la insistencia en que no perdiéramos el tiempo: Nos marcaron los “aprovecha el tiempo, vívelo”; sí, pero cómo, en qué… ¿A base de qué insistir con nuestros hijos y alumnos, en esta disposición? ¿Cómo ayudarles a aprovechar su tiempo, a modularlo? ¿Podemos, acaso, ‘volver vida’ este concepto que solo tiene asidero en el artificio del reloj cotidiano, y ¡cómo olvidarlo!, en la salida del sol y su crepúsculo? Amaneció y luego anocheció, tal fue el tiempo de hoy ¿y qué dejó en nosotros? El tiempo es ‘esto’ de que disponemos para ir siendo y dejando de ser. Lo evidente es este pasar que nos hace exclamar ‘el tiempo vuela’, cuando ya ha volado. Y no queremos irnos, por supuesto, porque nos parece que mañana…, haremos lo que no hicimos hoy; pero mañana será hoy, y otra vez mañana.
Otra clase de tiempo. ¿Es tiempo aprovechado el de los celulares, noticias y consultas que no cesan sobre todo lo imaginable, es decir, sobre nada? En él se sumergen a fogonazos nuestros jóvenes; sus llamaradas instantáneas son y se agostan. Don Emilio compara el tiempo de lectura que nos exige un libro, –un buen libro, un gran libro- el diálogo que pide de nosotros cualquier página de una obra que no hemos podido olvidar, con esa ilusión fosforescente, fuego de artificio, diablillos que distraen y pasan. El libro, afirma, ‘necesita otro tipo de tiempo’ tiempo de atención sostenida, de un ir y venir de la lectura a la reflexión, de la reflexión a la lectura. El filósofo confiesa, y así lo experimentan los grandes pensadores: “todos los libros de mi biblioteca son mi vida; ese objeto fosforescente que te llega a los ojos y de pronto desaparece, no”. Y señalaba el académico que en lo que vivimos en el universo digital (y en cómo lo vivimos) ‘hay síntomas de enfermedad’…
Mi patria es mi lengua, escribió el poeta Fernando Pessoa; la patria es, en el libro, la palabra en que crecimos, la palabra originaria. Así lo formularon y formulan, así lo han vivido multitudes de seres humanos que antes o después de él se hicieron cargo de sí mismos en la reflexión, en la profundización, en el ansia de ir más allá de la superficie.
Hoy diluimos superficie y fondo en chisporroteos que llaman, distraen y queman, no con el fuego del saber, de la reflexión y la cavilación (¿hace cuánto tiempo oímos por última vez esta palabra?) sino con el ‘instantaneísmo’ de la estupidez. Hay en esto ‘síntomas de enfermedad’, repito con Lledó. Llamaradas que vacían mi espíritu, en el que no me reconozco, pues si estoy y vivo fuera de mí, no soy.
“En estos días, escribía el periodista, el filósofo da vueltas a un nuevo concepto, “el desgénero humano”, para explicar aquello que le parece impropio de los humanos’. Sí: caminamos hacia el ‘desgénero’ humano, nuestra actual, trágica enfermedad.