Desde sus orígenes, quizás determinado por la geografía que, como bien lo destaca Osvaldo Hurtado, hacía que fuera la colonia más alejada de la Península a la cual para llegar, antes de la construcción del Canal de Panamá, había que cruzar el Cabo de Hornos, para luego navegar hacia el norte y alcanzar el puerto de importancia más alejado en el Pacífico y de allí, remontando la montaña, a lomo de mula, atravesar la cordillera y llegar a su capital, Ecuador se hizo hacia adentro, aislado del mundo, el cual apenas a inicios del siglo 19 empezó a mirar más allá de sus orillas, cerciorándose que el mundo no acababa allí en donde se perfilaba el horizonte. Con una economía doméstica, un comercio limitado, el estado era la fuente mayor de recursos, el proveedor de empleo y el escenario de las disputas por quienes querían hacerse de su control. Las clases pudientes accedían a los mejores cargos burocráticos lo que les garantizaba una vida cómoda y con privilegios a diferencia de las grandes mayorías que se esforzaban por sobrevivir. Pasados los años, con el advenimiento del estado moderno, esas capas que se formaron bajo su cobijo se fueron convenciendo que solo la estructura estatal podía brindar empleos que significaran comodidades, sin los avatares que podían significar las tareas privadas como el comercio o la agricultura que, en malos años, arrasaba con las economías familiares.
Esa idea caló en la sociedad y el estado fue visto como el ente capaz de dar solución a todas las necesidades de los habitantes. La actividad privada, en cambio, se la miraba con recelo y era poco apreciada como una fuente de creación de riqueza. Aquella percepción acicalada por las ideologías estatizantes en boga en décadas anteriores confirmó el predominio de la idea generalizada que lo público era lo óptimo, lo privado lo malo, lo egoísta, que no aportaba nada a la sociedad.
Esa concepción fue tomando cuerpo hasta nuestros días siendo aceptada en amplios segmentos poblacionales que apoyan sin dudar a aquellos postulados supuestamente reivindicatorios que ofrecen la repartición de la riqueza existente para agotarla a través del gasto y, luego, exhaustas las arcas, contemplarse en peor situación que la que supuestamente pretendieron enmendar. Ningún recurso es suficiente para estos modelos. Inmensas riquezas se evaporan y esfuman sin que, en lo medular, se produzcan transformaciones que aseguren verdaderas oportunidades para las grandes mayorías.
La algarabía se mantiene hasta cuando los recursos empiezan a escasear. Allí nuevamente se requiere el ajuste y, con el peso de la crisis sobre sus espaldas, los modernos rebaños desean escuchar ansiosos soluciones que no son tales sino simples escaramuzas verbales que volverán a cautivar a incautos que ansían ser los eternos beneficiarios de un edén inexistente, en espera de otra vuelta de tuerca. Solo retumba la canción de Serrat.. “vamos bajando la cuesta que arriba en mi calle se acabó la fiesta..” tan tan.