Hago la pregunta que titula esta columna con genuina curiosidad. A la hora de vender una refrigeradora, un gel adelgazante o una idea política ¿todo vale? Y quienes tendrían que responderla no son solo los que encargan la publicidad del producto que venden o los que prestan sus plataformas para que se difunda –ese es tema de otra columna– sino aquellos que, agenciosamente, hacen esta publicidad. Por si no fui clara, la pregunta es para ustedes, señores publicistas.
Esta inquietud ya la tenía hace tiempo, por razones varias, pero se me agudizó hace exactamente ocho días, cuando faltaban menos de 24 horas para que la Marcha por la Vida entre a Quito, y tuve que sufrir desde la radio y la televisión el hostigamiento propagandístico al que fuimos sometidos. Durante días, gracias al ¿ingenio? de unos cuantos publicistas que prestan sus servicios al Gobierno, escuchamos a todas horas y en todas partes –no había escapatoria–, que esas personas que se acercaban a la ciudad eran golpistas, desestabilizadoras de la democracia, violentas…
Ante tamaño despropósito (ni pensemos en los miles y miles de dólares que se habrán destinado para esto), me surgió la duda razonable de si todos los publicistas, que trabajan para agencias de publicidad privadas que son contratadas por la Secretaría de Comunicación, serán correístas convencidos hasta el tuétano; la otra opción es que sean personas que se mueren de hambre y no tienen más opción que aceptar cualquier trabajo (incluso el de mercenarios publicitarios); también queda una tercera vía, que ni sean correístas acérrimos ni la versión ecuatoriana de los niños de Biafra, sino que simplemente no tengan ni idea de que existe algo llamado cláusula de conciencia –artículo 20 de la Constitución– que pudiera eximirles de tan ingrata tarea.
Y no solo en casos de este tipo, sino en algunos otros; porque les ha tocado vendernos cremas antiarrugas cuya efectividad es cercana a menos cero; y también nos han jurado que ese gel sí nos va a quitar la celulitis y/o a devolvernos esa cintura que vimos por última vez allá por el año 92.
Han sido capaces de decirnos (y nosotros de creerles; también tiene la culpa el que se deja engañar varias veces) que esa pasta de dientes nos va a convertir en personas más felices; que con ese carro conoceremos el verdadero sentido de la libertad; que si el colchón tal o el microondas aquel son el equivalente al santo grial.
Pero, sinceramente, ¿ustedes no creen que todo tiene un límite? Una cosa es alabar las dudosas bondades de un jabón y otra prestarse para, creativamente, destrozar personas e ideales (¿les mostrarían estas piezas a sus hijos con orgullo? ¿las postularían a un premio?). En serio, no podemos seguir viviendo bajo un régimen publicitario; no hay alma, cerebro ni cuerpo que lo resista.