Lima en agosto, mes de neblinas, celajes y lloviznas. Tres mujeres de mediana edad, artificialmente bronceadas, entran a uno de los restaurantes de moda, se acoderan en la barra y piden chilcanos –un coctel de pisco, jugo de limón, “ginger ale” y angostura, principalmente. Mientras tanto, un viejo patricio de aspiraciones condales, traje de tres piezas, bufanda y bastón sube las escaleras del apergaminado Club Nacional, antojado de algo dulce y con lúcuma. No muy lejos un grupo de turistas gringos recorre las galerías y los estantes del museo Larco Herrera: se maravillan con los huacos eróticos y hacen planes para comer tiraditos, arroz con pato y unas cervezas.
Pero lo importante es el clima: en estas épocas del año los limeños se quejan con particular empeño del clima. Se quejan de que, muchas veces durante semanas y más semanas, el sol no se deja ver y de que la orgullosa y atildada ciudad virreinal amanece bajo los tristes efectos de una fina pero insistente garúa (de esas que la prensa llamaría “pertinaz”, es decir terca y porfiada a más no poder). Casi a cualquier limeño que se le pregunte coincidirá en decir que la ciudad se vuelve invivible, que la nube gris que a diario cuelga sobre Lima la estrangula, que le impide ver el mar, que oprime y que obliga a buscar refugio en el campo. También dirán, siempre en agosto, que el frío pide asilo en los huesos. Con lo anterior como premisa, los temas mundanos viajan en el asiento de atrás: la todavía boyante economía, la burbuja inmobiliaria, los avatares de la minería o la proliferación de bares y hoteles o la buena calidad del teatro. Lima – la Ciudad de los Reyes- es, en agosto, la bruma, la garúa y el frío.
Por todo lo anterior Lima es una de esas ciudades literarias por excelencia, pasto de personajes inolvidables, tierra de grandes escritores, escenario de maravillosas obras. Podríamos empezar con Herman Melville (sí el de Bartleby, darling) para quien Lima “… no es enteramente el recuerdo de sus antiguos terremotos, ni la sequedad de sus cielos áridos, que nunca llueven; no son estas cosas las que hacen de la impasible Lima, la ciudad más triste y extraña que se pueda imaginar.
Sino que Lima ha tomado el velo blanco y así acrecienta el horror de la angustia”. O los exquisitos versos del serrano César Vallejo sobre la ciudad costera y su célebre melancolía invernal: “Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo las cavernas crueles de mi ingratitud…”, pasando por el polémico Vargas Llosa: “Porque era mediados de agosto, el corazón del invierno, y una neblina espesa que todo lo borraba y deformaba, y una garúa tenaz que aguaba el aire, habían convertido esa noche en algo triste e inhóspito” (‘La Tía Julia y el Escribidor’).