Vivimos el tiempo de lo ‘light’, de lo ligerito, transitorio y precario. Vivimos la exclusión de la profundidad y la adoración del facilismo. Entre comprar, usar y desechar, se pasa el tiempo. Entre ir a un espectáculo y olvidarse de él, ha transcurrido el fin de semana. Buscando la forma de medrar, tratando de saltarse las responsabilidades, se pasan los años. Y al final queda una forma de ser enmascarada en las apariencias, una profesión hecha de poses, -corbata, pantalla y plantillada-; una cultura que es puro mercadeo, un arte que no resiste más allá del coctel de lanzamiento de la “obra”, una literatura que es casi solo promoción.
Lo ‘light’ está de moda. Desde la cerveza hasta los libros deben ser ‘light’. Casi todo atraviesa por ese túnel. Si alguien pretende algo distinto, queda excluido, porque la mediocridad imperante impone lo liviano, lo intrascendente, lo fácil. De ese modo, hemos abdicado de todo tema duradero y vivimos la apuesta de vivir al día. Pero, una sociedad “civil” marcada por esos signos es necesariamente insustancial y transitoria. Sus notas distintivas son la falta de memoria, la pereza, la vocación para inventar modas, poner en vigencia el primer disparate que suene bien, y exhibir la tontería más obvia como “producto del talento”, y permitir el ascenso constante de la insignificancia. Las masas, liberadas de las disciplinas que imponían las élites dirigentes, ahora reinan. Ortega y Gasset no se equivocó, acertó con casi un siglo de anticipación. Efectivamente, como don José decía, ahora casi todo está lleno, y… lleno de mediocridad.
La tecnología, producto del talento y de la densidad de la investigación, es decir, de lo contrario a lo ‘light’, paradójicamente alienta la frivolidad en casi todos los órdenes. La cultura, contagiada del mal del siglo, sigue el mismo camino y, en buena medida, es un espectáculo que alienta la chismografía. La “comunidad” es un enorme conglomerado de espectadores. El pueblo ha pasado a ser “público”, en uno de los procesos sociales más complejos que se advierten en el mundo moderno.
Las librerías, antes espacios de serenidad, donde era posible detenerse, hojear y, a veces, leer, ahora, salvo excepciones, son tiendas comunes y corrientes en que domina lo ‘light’. Mucha mercadería liviana y frívola, hábiles sistemas de mercadeo, estanterías atiborradas de ‘best sellers’, música bailable a volumen de discoteca y estruendo de curiosos que entran y salen como si estuviesen en evento de rebajas. Y escasos y sufridos lectores. Eso es lo que vende, comprensible para el negocio, pero preocupante para la cultura.
A propósito, ¿sobrevive esa rara especie, adversa a lo liviano y a lo circunstancial, que fueron los intelectuales, los auténticos? Pregunto.