La revolución electrónica ha degradado la política porque ha suplantado la personalidad de los líderes por su imagen, el contenido de los discursos por la envoltura, la realidad por la apariencia, la verdad por la verosimilitud, la consistencia de las ideas por la eufonía. En la videopolítica contemporánea ha ganado terreno la mediocridad. Se valora a los líderes más por su telegenia que por su inteligencia. La actual crisis económica, financiera, social y ética mundial mucho tiene que ver con la mala calidad de la dirigencia política.
Durante mi larga, intensa y agitada vida pública de medio siglo —de la que me retiré hace 8 años, después de experimentar éxitos y fracasos, alegrías y tristezas, logros y frustraciones— conocí muchos líderes políticos. ¡Pero eran otros líderes! Saludaban viéndose la cara y no haciendo el ridículo de darse la mano con la mirada dirigida hacias las cámaras. No acudían a la poco elegante impostura de leer sus discursos en el “teleprompter” —discursos redactados en la penumbra por escritores fantasmas— y simular que están improvisando. Bajo el alero de esa farsa han hecho fortuna los hacedores de frases impactantes —”phrasemakers”—, los llamados “wordsmith” cuya habilidad es la de interpolar pensamientos de grandes filósofos o personajes de la historia para elevar la categoría de la alocución, los “sloganeers” que se especializan en insertar en el discurso pensamientos en pocas y sugestivas palabras.
Conocí a Olof Palme de Suecia, Haya de la Torre de Perú, François Mitterrand de Francia, Salvador Allende de Chile, Willy Brandt de Alemania, Ricardo Balbín de Argentina, Mario Soares de Portugal, Fidel Castro de Cuba, Shimon Peres de Israel, Raúl Alfonsín de Argentina, Bruno Kreisky de Austria, Miguel de la Madrid de México, Li Peng y Hu Jintao de China, Juan Bosch de la Dominicana, Felipe González de España, Carlos A.
Pérez de Venezuela, Petre Roman de Rumania, Siles Suazo de Bolivia, Lionel Jospin y Pierre Mauroy de Francia, Ricardo Lagos y Carlos Altamirano de Chile. Con varios de ellos tuve —o tengo— una gran amistad.
Eran líderes de capacidad conductora, don de mando, ilustración, imaginación, intuición, honestidad, credibilidad, altruismo, vocación de servicio público, sentido de la historia, visión de futuro, eficiente aprovechamiento del tiempo, fuerza de trabajo, perseverancia y disciplina.
Para decirlo con palabras de Ortega y Gasset, eran líderes que por sus atributos intelectuales y morales “donde llegaban ponían orden, síntoma supremo del gran político, pero orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas”. Es decir, orden entendido no como imposición exterior de la fuerza sino como equilibrio suscitado en el interior del grupo bajo la inspiración de su conductor.