En este año de 2014, las letras continentales y ecuatorianas han conmemorado el centenario de algunos escritores notables, de cuya obra, en su momento, se hizo el elogio acostumbrado.
También se lo hizo de Pedro Jorge Vera, esa suerte de hermano menor de los “cinco como un puño” que iniciaron en Guayaquil los nuevos rumbos de nuestra narrativa. Durante muchos años me honré con su amistad, que fue una de las más sinceras y constantes de cuantas he tenido en mi vida. Todavía recuerdo sus llamadas matinales, que muchas veces se adelantaban al sol: bastaba escuchar el timbre del teléfono a esa hora para saber que era él, hablando siempre casi a gritos, y pronunciando mi nombre cuando escuchaba mi voz todavía adormilada. Y me hablaba de sus lecturas, de sus nuevos textos, me invitaba a alguna reunión, me comentaba su lectura de alguna de mis páginas… A veces, cuando estoy en ese claroscuro de la conciencia que precede al despertar, imagino que estoy al borde de un timbrazo y que escucharé su estentórea voz preguntando por mi nombre.
Pedro Jorge es autor de una gran novela y de otras novelas menores, pero muy meritorias, que en conjunto constituyen algo así como una saga, en cuyo transcurso se puede apreciar la evolución y las transformaciones que han sufrido los ingredientes fundamentales de nuestra sociedad: las clases que pugnan entre sí por sus propios intereses y las que, entre ellas, se amoldan a las exigencias transitorias. Así ha edificado Pedro Jorge una galería de personajes inolvidables, en los cuales ha quedado plasmado un retrato de la sociedad en su constante movilidad.
Pero la obra verdaderamente remarcable de Pedro Jorge, la que en el futuro obligará a mantener su nombre en la primera línea de nuestros grandes escritores, es la que se encuentra representada por sus cuentos. Textos como “Ojo seco”, o “La nueva”, o “Luto eterno”, o “Un ataúd abandonado”, son sencillamente textos insuperables, como también lo es, como caricatura, “Un ciudadano de París”. Textos en los cuales la narración se desarrolla en un clima tenso, como de espera, como de suspenso, pero que no es precisamente nada de eso, sino una suerte de premonición que crea en el lector una constante actitud de espera. Porque en ellos, la anécdota parecería anunciar desde el principio el desenlace, permite adivinarlo, y obliga al lector a seguir adelante, página tras páginas, para saber cómo se realiza ese final previsible, pero ignoto. Aunque a veces, claro, la sorpresa final descubre todas las cartas en juego y ofrece lo que ha sido completamente inesperado.
¡Qué pena me dio al descubrir que algún funcionario de ínfima cuantía hizo una mala jugada al Ministro de Cultura, al escribir “Pedro Jorge Vela” en los todos los carteles de la Feria del Libro que está abierta en la Casa de la Cultura! Un desaguisado que provocó un comentario malicioso que en nada beneficia las buenas intenciones de las nuevas autoridades… Valgan estas líneas como desagravio a Pedro Jorge.