En las estanterías del escritorio se alinean libros, papeles y recuerdos. También están por allí, arrinconados, los textos que no se leyeron nunca.
Los que se compraron alguna vez sin ton ni son. Los que incrementan la lista de los pendientes, aquellos que algún día provocaron simple curiosidad, los que estuvieron de moda y pronto se volvieron caducos, porque en esto, como en otros asuntos de la vida, la fugacidad es la marca de los tiempos, y ciertos libros, como el río que pasa bajo el puente, hacen un poco de ruido, y se van sin pena ni gloria.A diferencia de los libros fallidos o inconclusos, y de los que nunca se leyeron, están los que vivieron con el lector, agitaron su imaginación, provocaron entusiasmo y se quedaron en la memoria.
Allí están latentes, subrayados, comentados, listos para hacerle compañía nuevamente al curioso que se aventuró en sus territorios. Entre éstos están algunos clásicos, y por cierto, El Quijote, Cien Años de Soledad, La Ciudad y los Perros, El Sol de Breda, El Principito. Los de Umberto Eco y Savater. Los de historia, las crónicas de Indias y los relatos de viaje, los de Weber y Unamuno.
Algunos que aluden al tema de la libertad. Está “Autorretrato sin mí”, de Fernando Aramburu. Y los de Ortega y Gasset que, en los días universitarios, alumbraron la sociología y la política y permitieron entender la rebelión de las masas, el papel del hombre entre la gente, la función de las costumbres y el peligro del Estado.
Y entre ellos, uno pequeño: “La Hoguera de Encinas”, aquella conversación entre el general De Gaulle y André Malraux, lúcida evocación de un tiempo crucial, diálogo inquisitivo y culto, certero, a veces nostálgico, y siempre crítico, testimonio de que en la política hubo grandeza, y de que por la historia transitaron, alguna vez, hombres de la talla de aquellos dos formidables conversadores.
Libros en estantes y repisas, viejos y nuevos, cada cual con sus apuntes y fechas. Algunos son el reflejo de una distante coyuntura, o testimonio de una polémica olvidada sobre cualquier ideología decadente. Otros, descuadernados por tanta lectura, ediciones antiguas que no se pueden leer en la tablet, porque el papel y la tinta tienen una magia irremplazable.
Son libros que viven en el lector con una intensidad que contrasta con la fugacidad de la tecnología. Textos con personalidad, que permanecen como referentes de cultura, pese al dominio de las tácticas comerciales que atestan las librerías con toda suerte de novedades, y ofrecen literatura como cualquier mercadería; tácticas y promociones subliminales que suscitan prestigios transitorios, fuegos fatuos que se anuncian con estrépito y se apagan en silencio.
Libros que se leen y libros que no se leen, esa es la cuestión.