Aunque menos espectacular, lo que está pasando con los libros y los diarios impresos es tan grave como la pandemia del coronavirus: se están muriendo lentamente. Y con ellos muere una manera de ser y de entender el mundo.
Dijo Albert Camus, cuya lúcida vida fue truncada por un accidente de auto, que al hombre moderno le definían dos cosas: fornicar y leer periódicos. En esos días, ni a Simone de Beauvoir se le hubiera ocurrido ampliarle el género: “al hombre y a la mujer…”. Menos aún podía alguien advertir entonces que los textos en papel serían desplazados poco a poco a los basureros de la historia por la tecnología del siglo XXI.
Aunque crecí entre libros y he pasado la vida palpándolos, oliéndolos, rayándolos, aclaro que no le hago fieros a los libros digitales como una alternativa fácil y rápida, cuando no se pueden obtener los volúmenes originales, problema que se agudizó durante la pandemia. Pero una cosa es el Kindle, cuya pantalla semeja una página de papel, y otra la fiebre de los ‘smartphones’ que ha alterado al mundo para siempre, incluyendo a Latacunga, adonde acudí la semana pasada a renovar mi licencia.
A pesar de que la ANT me había fijado un turno dos semanas antes, me tocó esperar un día entero y la mitad del otro porque cambiaron dos veces los turnos y se caía el sistema nacional a cada rato. Normal. Lo que interesa es que entre los 30 y pico de mortales que esperábamos sentados bajo una carpa, el único que leía un libro de papel, una novela para ser preciso, era este servidor. Todos los demás tenían los ojos y los dedos clavados en sus teléfonos.
Pensé que 20 años atrás la mitad de ellos habría estado leyendo el periódico u ojeando cualquier publicación. Y recordé esa frase del canadiense McLuhan que hizo época y sigue vigente: “El medio es el mensaje”. Si el papel impreso comunicó durante siglos historia, permanencia, reflexión, investigación, estabilidad, el ‘smartphone’ es movilidad, luces, sonidos, velocidad y sobre todo fugacidad.
En esa pantallita todo dura un destello, falsas o verdaderas las noticias se sobreponen y confunden con los chats más banales, todo vale lo mismo, nada se profundiza ni se investiga, todo es emoción y estímulo sensorial. Gracias a ello, el aparatito ha creado miles de millones de adictos, obligando a los medios impresos a volverse digitales y llenarse de ‘links’ audiovisuales para poder sobrevivir.
Sí, la parte positiva de esta revolución de la comunicación es también inconmensurable y nos ha lanzado a un nuevo mundo donde reinan ya el algoritmo y la inteligencia artificial. Pero la humanidad ha sabido adaptarse a todos los cambios y no está lejano el día en que todo el conocimiento se hallaráen un chip implantado en cada cerebro. El único problema es con qué vamos a madurar los aguacates si desaparecen los diarios impresos.