Silencioso e inmutable. Testigo de piedra; proclama contra los abusos, memoria casi imposible de borrar, el libro es, quizá, la más importante invención de la humanidad; el refugio de las ideas; la partida bautismal de los derechos; la proclama de las libertades; el argumento de los ideólogos. Además de todo eso, es el recurso de racionalidad que le queda a la gente para llenar sus horas, afianzar sus convicciones, estudiar y comprender, o simplemente disfrutar, solazarse más allá de la coyuntura.
El libro es la tabla de salvación para no olvidar. Es la evidencia de que quienes escriben encuentran en la vida misma y en su vocación la razón para ser más, para no descender ni degradarse, para luchar, para decir. El libro es el signo distintivo entre los que exploran y descubren, entre los preguntan y cuestionan, en contraste con los que solo consumen y se conforman; entre los que creen que primero son los valores y después los intereses, y aquellos que aceptan sin reparo lo que les dicen y les venden. La diferencia marca el afecto al libro.
El buen libro pone de manifiesto la lógica maniqueísta que anima al mundo: buenos y malos, negros y blancos. Si el libro suscita debate con el poder, los escritores y los lectores se convierten en seres sospechosos, en subversivos potenciales y enemigos latentes. Cuando eso ocurre, todos ellos se transforman en herejes. Entonces, los libros se prohíben, se empastelan o clausuran las imprentas, se secuestran ediciones peligrosas. Prospera en esa circunstancia la delación, esa infame profesión de los pesquisas; prosperan las acciones judiciales, los discursos de justificación, las apelaciones a las razones de estado. Prospera la intimidación.
Grandes quemas de libros hicieron los inquisidores españoles. Los frailes dominicos y franciscanos hicieron autos de fe contra los códices aztecas, destruyeron los monumentos y los recuerdos. Los nazis pretendieron hacer cenizas de la memoria de los judíos. Las dictaduras latinoamericanas, en sus estilos más ramplones y torpes, imitaron semejantes prácticas. El libro siempre fue peligro recurrente, puerta al infierno, factor de perdición de las buenas gentes. Las múltiples versiones de “Yo el Supremo” de que está llena la historia, vieron en el libro al enemigo, al tenebroso conspirador, al venenoso testigo. Todos los “supremos”, cada cual a su turno, ya sea el general Franco, ya Pinochet, o los militares argentinos, o los soviéticos o los cubanos, condenaron a la hoguera o a la incautación, a las publicaciones que eran incómodo testimonio de la verdad, o evidencia de que, pese al miedo, hay quienes no renuncian a ejercer la libertad, ni abdican de la posibilidad de pensar, de hablar, de creer.
Si se prohíben los libros y se censuran las ideas, ¿será esa la entrada al cielo de la inocencia absoluta? ¿Será un paso a la felicidad?