En estos días, un joven amigo me ha regalado un libro inquietante, “Lo que resta de Auschwilz”, de Giorgio Agamben. De su mano he comprendido mejor la relación entre derecho y ética. Del exterminio de los judíos pareciera que lo sabemos casi todo. Otra cosa es hablar sobre el sentido (o sinsentido) ético y político del llamado holocausto. A mí siempre me ha resultado imposible comprenderlo desde mi condición humana. Y me refiero tanto al comportamiento de los verdugos cuanto de las víctimas. Cualquier atisbo ético de comprensión me resulta enormemente lejano.
Posiblemente. Muchos de los supervivientes decidieron en su momento que nada de lo que les sucediera pudiera quitarles la vida y la capacidad de testificar algún día sobre lo que habían tenido que sufrir. La venganza más grande es siempre el testimonio. Y sin embargo (bueno será que lo tengamos en cuenta en este momento de nuestra historia en el que tantos diosecillos huyen o son derribados de sus pedestales) no tenemos que confundir la ética con el derecho. Lamentablemente, y eso lo saben muy bien la mayoría de los abogados, al derecho no siempre le interesa comprobar si un comportamiento es justo o no; al derecho lo que le interesa es ganar el juicio, independientemente de la verdad. Y así ocurre, que la res judicata (la cosa juzgada) puede sustituir lo verdadero y lo justo. Por eso, tantos juicios (incluido el de Nuremberg) resultan tan inquietantes. En el caso alemán, y en tantos otros casos, el derecho no agota el problema, y no son pocos los que, después de ser juzgados sienten que no se les ha hecho justicia.
En el caso ecuatoriano, me irrita profundamente el estribillo que oigo a esposas y madres de asesinados que piden entre lágrimas que cosas semejantes no vuelvan a ocurrir. Comprendo el dolor, pero las mismas cosas ocurrirán al día siguiente, quizá porque el mal está por todas partes, inoculado en el corazón del hombre. Jurídica y éticamente, lo que hay que entrelazar es la responsabilidad. No basta con describir el daño que los verdugos, los ladrones o los corruptos han hecho; hay que desenmascarar esa “zona gris”, ese pacto con el mal, por medio del cual pareciera que ni siquiera se dan cuenta de los que hacen. Hablando de los campos de concentración, Anna Arendt hablaba de la “espantosa banalidad del mal”. Y esa es la triste realidad: lo mismo nos acostumbramos a robar que a matar.
Lo he comprendido mejor cuando Agamben habla de las escuadras especiales de judíos, obligados a gasear a sus hermanos, sacarles los dientes de oro y cremarlos. Uno declaró: “O enloquecías el primer día o te acostumbrabas. Las víctimas éramos como los verdugos, pero más desdichados”. ¿Será suficiente el juicio legal? Sin duda es necesario, pero hay que dejar en evidencia la inmoralidad de quienes nos han hecho tanto daño.