Más allá del temprano aporte de los escolásticos de Salamanca en los siglos XVI y XVII, que influyeron en temas como la limitación del poder, la autonomía individual, la defensa de la propiedad privada o del mercado, se puede considerar a John Locke como el primer teórico del liberalismo quien en su Segundo tratado sobre el gobierno civil resume y esquematiza sus elementos esenciales.
Estos elementos comprenden el reconocimiento de la existencia de un conjunto de derechos fundamentales de la persona, frutos del derecho natural, como la vida, la libertad y la propiedad privada, que además hay que entender como anteriores a la constitución de la sociedad y del Estado y, por ende, deben ser reconocidos y garantizados por éste mediante el contrato social. Así, desde sus inicios, la esencia del liberalismo radicó en la oposición al poder absoluto del Estado y en la protección de los ciudadanos, cuyo consentimiento sería su única fuente de legitimidad.
Esa limitación del poder estatal hace republicano al liberalismo, desarrollando una forma mixta de gobierno en la que existan pesos y contrapesos y división de poderes, tal como lo planteara Montesquieu, y que además sirva para mantener la justicia, conforme lo expusiera Adam Smith, sosteniendo que es deber del Estado proteger a la sociedad de la violencia, de la injusticia y de la opresión del que más tiene e incluso “establecer y mantener ciertas obras e instituciones públicas cuya instauración y sostén nunca serían de interés de un individuo o un pequeño grupo de individuos”.
Así, si bien la concepción liberal aboga por un Estado pequeño y eficiente, nada más lejano de ella que éste sea abstencionista o no interventor, con más razón aún cuando, bajo su influencia y la presión de importantes grupos sociales como los trabajadores o las feministas, se desarrollaron cuerpos de derechos humanos que se incorporaron al contrato social y que deben ser garantizados por éste. Sí, porque, cáigase para atrás, nada más “progre” que el liberalismo.
El liberalismo, entonces, no constituye una declaración de no intervención o de desaparición del Estado, sobre todo en temas de justicia y de derechos humanos, entre los que se incluyen los reproductivos o los de los niños y adolescentes, que deben ser garantizados con el fin de proteger el interés general. A veces el Estado debe “meterse”.
De esta forma, quienes crean que el liberalismo es reducir a la nada la intervención del Estado y que éste no debe ser garante de las libertades individuales y de la justicia siguiendo tendencias fruto de un dogmatismo anti estatal y economicista, como el neoliberalismo o el libertarismo, dudo que puedan llamarse liberales, al menos no en los términos suscritos por Locke, por Smith, por Mill o por Rawls, por nombrar algunos.