Gobernabilidad y democracia

Hace algún tiempo reflexionaba yo en uno de mis ensayos (“La selva y los caminos”) acerca de ese tópico al que recurrimos con frecuencia cada vez que reflexionamos sobre del carácter indisciplinado de nuestra sociedad. Tenemos conciencia de que somos un pueblo indócil que difícilmente se somete a la ley. No cabe duda, hay una tradición de ingobernabilidad que campea en nuestra historia. Y tal parece que, luego de comprobarlo, hasta nos regodeamos con la noticia. Una actitud que, entre nosotros, nada tiene de extraña. La ingobernabilidad es solo un aspecto de ese estado de desconcierto en el que nos debatimos permanentemente.

¿Qué decir de la política ecuatoriana? El debate político, tal como lo vivimos, es un trauma colectivo, una adición morbosa del ciudadano urbano; ha llegado a ser una expresión más de nuestra “cultura” del caos. Lo sufrimos día y día y nos perturba. El ejercicio de la política se ha convertido en el modus vivendi de una élite que lucra de ella, la ocupación de unos pocos, la preocupación de muchos. Una farándula de la que medran improvisados redentores del pueblo y más comedidos que los sirven. Cada gremio, cada partido, cada región luchan por su parcela de intereses. ¿Y el país, y el bien colectivo y las grandes causas de la nación a quiénes interesan?

Para nosotros, eso que llaman democracia se ha convertido en la dictadura de la estadística. (La frase es de Borges). En la práctica ha sido la inclusión de unos cuántos y la exclusión de la mayoría. Estamos acostumbrados a las incongruencias, mas no a la autocracia. Un millón, dos millones de votos depositados en las urnas por el pueblo no faculta, a quien los recibe, a cometer ni una sola arbitrariedad en nombre de aquellos que lo eligieron. El siglo XXI nos ha traído una versión posmoderna de la dictadura: aquella que invoca su origen en el sufragio popular para perpetuarse en el poder y perseguir a los opositores. La Venezuela de Maduro es, en esto, el más patético de los ejemplos.

Para gobernar sociedades tan fragmentadas como la ecuatoriana no solo es necesario ganar las elecciones; es indispensable construir una democracia consensuada. El consenso abre los caminos de la gobernabilidad. Gobierno que no es permeable a las críticas, que descalifica a quienes lo reprueban cae en el autoritarismo; la democracia se convierte en una fórmula vacía de contenido. La legitimidad del gobernante es frágil si es que no tiende los puentes del diálogo con las minorías disidentes.

Regímenes que en vez de promover los consensos exacerban las contradicciones, que en vez de suscitar la armonía social siembran el odio de clases empiezan a descalificarse a sí mismos. Olvidan algo que el pueblo ecuatoriano lo ha demostrado siempre: que hasta puede tolerar la mediocridad de sus gobernantes, pero jamás el autoritarismo, el despotismo, la tiranía y, menos, la grosería.

Es una lástima que el patriotismo se lo degrade con frecuencia a la más cursi de las demagogias.

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