Le Procope

¿Cómo no recordar el olor a pan entre el repique de campanas mañaneras, en la dorada Cuenca de los años cincuenta, al leer el título «La influencia del olor de los croissants calientes en la bondad humana»?
Este ensayo sobre la bondad de los cruasanes (fea adaptación al español del hermoso croissants) no pertenece a un capítulo de Proust. Se escribió en 2012 y recibió el primer premio ‘Procope de las luces’, ‘para gratificar al autor de un ensayo político, filosófico o social, escrito en francés durante el año’, por ser ‘una nueva y polémica reflexión sobre nuestro tiempo, dentro de la tradición del espíritu crítico, de las libertades y el humanismo del siglo XVIII’, según los estatutos del premio, que consiste ¡en un cheque de 2 000 euros, y una ‘mesa’ de 2400 en el restaurante Le Procope, para consumirse durante el año, además de una botella de champán de ‘prestigiosa cosecha’!
Le Procope, el café más antiguo de París, fundado en 1686 por un siciliano de Palermo apellidado Procopio, obtuvo en 1 700 ‘una concesión perpetua de la ciudad de París para llevar, desde la fuente de Saint-Germain a su café, mediante un desembolso de 800 libras, “cuatro líneas de agua” gracias a un tubo particular.
En sus más de trescientos años se fue constituyendo en uno de los cafés literarios más concurridos, y se renueva cada día.
Gerald Bronner recibió el premio 2014 por su ensayo ‘La democracia de los crédulos’: ¿habrá asomado por aquí el autor, para sus trabajos de campo?...

En 1969, algunos estudiantes de la Sorbona recalábamos en Le Procope, para oír antiguos ecos y degustar el menú más barato; como nunca lo era del todo, el capricho nos obligaba a comer semanas enteras, sin concesiones, en un restaurante universitario. Ni Jean-Paul Sartre, ni Simone de Beauvoir frecuentaron Le Procope, sino el Café de Flore para trabajar en él, pero el primer café de París era de visita inevitable: allí nos hallábamos en la recentísima revolución del 68 y la de 1789; oíamos a Voltaire o Rousseau, nos adheríamos a las leyendas según las cuales Diderot escribió en él los artículos de la Enciclopedia, y Franklin preparó el proyecto de alianza de Luis XVI ‘con la nueva república de los Estados Unidos’ y concibió su futura constitución. El Procope, cuando yo lo conocí, era un típico café parisien de la calle de la Ancienne Comédie, de cortinas sin brillo, muebles desdorados por el tiempo y espejos casi opacos, en los que alcanzábamos a ver de nosotros mismos solo la sombra indispensable para sentirnos vivos.

¿Se sentirán honrados, en su breve eternidad, los filósofos del Siglo de las Luces que pasaron por el Procope, porque se homenajee en el café de sus luchas y entusiasmos, a autores de títulos menudos y novelas de humor negro?

Me digo que en acertar en esas menudencias radica el arte del arte… Y he evocado todo esto porque leí con dolor ayer, en diario El País, que el viejo Café Comercial madrileño que, a pesar de su nombre, escuchó las cuitas y sueños de tanto gran poeta pobre, cerró sus puertas este último 27 de julio…

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