Introduje un acto entrañable de lecturas poéticas. Dispuesta a escuchar la síntesis suprema que la poesía supone, confesé y confieso que me es tan singularmente amada la poesía que alimenta mi vida, que creo intuir de qué forma un poema, especie de gracia que fuerza a las palabras a decir lo indecible, es inefable. Dejé el tema a los poetas y me dispuse a entrar un momento en la palabra que debemos al habla del Ecuador.
Hubo un tiempo en que se nos exhortaba a que habláramos un español que ‘valiera la pena’, es decir, el español de España. Pulíamos nuestra pronunciación de la erre, la de la ye, la de la elle; no podíamos ‘comernos’ consonantes ni vocales ni deslizar quichuismos, ¡características del mestizaje difíciles de aceptar en la lengua, pues las negábamos en la vida! Cuanto más nos distinguíamos de nosotros mismos para parecernos a nuestros conquistadores, éramos más valorados. El ‘mejor’ español era el de España y nuestra expresión, ‘pura’ e idónea debía cumplir con el lema que desde hacía siglos definía el destino de los hablantes de español en el orbe: ‘limpiar, fijar y dar esplendor’. Se nos prohibían los ‘me mandó sacando’, ‘dejarás cerrando’, y formas tan expresivas de nuestra idiosincrasia como las de dar más gerundio, que atenúan el imperativo hasta volverlo ruego adelgazado: ‘Dame trayendo el libro’; ‘Darás apagando la luz, no serás malito’, con la añadidura del omnipresente diminutivo.
Pero giros quichuas de rara eficacia comunicativa penetraban en el habla. Amarcar o marcar expresa en una palabra lo que en español exige tres: ‘Tomar en brazos’; guagua, ‘niño tierno’, uso exclusivo de la madre para nombrar a los hijos, según fray Domingo de Santo Tomás; huiñachishca, ‘hijo adoptivo’; guambra, ‘muchacho’; chuso, ‘pequeño’. Híbridos quichua-español como caballo chupa; chimbacalle, ‘calle del otro lado del río’; chaquiñán, ‘camino de a pie’ y limpiopungo, ‘puerta limpia’; chacra, ‘sementera pequeña’; huasipungo…
¡Los sabrosos quichuismos de nuestra cocina!: el locro, el/la timbushca, el llapingacho, la choclotanda, el/la caucara, el champús, el sango, la chuchuca, el mote, el chulco, la mashca. Sazonamos la comida con rocoto, tomamos chicha de jora. Y ¡las seudomorfosis quichuas en el español serrano!: hablar significa ‘hablar’, tanto como ‘reñir o reprender’: Mamita me ha de hablar porque rompí el vaso, ‘rimana’ en quichua; hablar atrás es ‘murmurar: No cuentes eso: han de ir a hablar atrás; llevar significa ‘llevar’ y ‘traer’; el ocioso es un ‘come de balde’: un yanga micuc. Al abuelo se le llama ‘papá grande’ -jatun yaya-. El dedo pulgar es el ‘dedo mama’, y la bola más grande, ‘la bola mama’, no, ‘la bola taita’; la cuchara grande de madera es la ‘mama cuchara’ o ‘cuchara mama’.
Así celebramos con los poetas la palabra ‘intrusa’… Ellos llegaron para instituir nuestro ser en la palabra, como quería Heidegger… Y nuestro español americano revela nuestro mestizaje, nos rebela. Somos, en él.