Es bien sabido que la Asamblea Nacional tiene dos tareas fundamentales: fiscalizar y legislar. La fiscalización tiene efectos inmediatos: en el más grave de los casos, el funcionario es censurado y destituido. Una ley, cualquiera sea su contenido, civil, penal, laboral, administrativo, tributario, rige para el futuro, mientras no haya otra ley que la derogue o reforme. Como una ley permanece en el tiempo y surte efectos de especial importancia mientras está vigente, no se puede tomar a la ligera esta atribución constitucional.
Vale este comentario por lo ocurrido con la Asamblea anterior, que, en su etapa final, y hasta en el último minuto, aprobó al apuro leyes extensas, complejas, en materias delicadas. Por ello, entre otras tribulaciones, se produjo el bochornoso episodio de una ley que se aprobó un día con más de cien votos, y fue reconsiderada cuatro días después, porque se “descubrió” que mantenía, semi escondido en la hojarasca, un fruto venenoso contra la libertad de expresión. A más de dejar una pesada herencia de más de 400 proyectos. ¿Un récord? Un récord de irresponsabilidad.
Este lamentable ejemplo debería servir para que el nuevo órgano legislativo, que comienza su andadura, mejore sustancialmente la calidad de las leyes que apruebe.
En primer lugar, debe desterrarse esa pueril creencia de que es mejor la Asamblea que más leyes expide. Tampoco la calidad de un asambleísta se debe medir por el número de proyectos que presente. Esta creencia puede provocar una fiebre de elaboración de proyectos que no tienen justificación, que se refieren a situaciones ya legisladas, o a cuestiones que no requieren de leyes sino de decisiones administrativas. O, lo que es más grave, que responden a una especie de fiebre populista de nefastos resultados.
La legislación ecuatoriana es ya una selva, que cada día se torna más tupida, casi impenetrable. Es muy fácil perderse en ese laberinto. Tenemos demasiadas leyes, numerosos reglamentos, incontables resoluciones obligatorias e instructivos, que se superponen, se contradicen, se reforman, se contrarreforman, se interpretan, se olvidan, resucitan y se extinguen un día sin pena ni gloria.
La Asamblea debería distinguirse por su prudencia, por su parquedad, por su sobriedad, por su severidad. Puedo afirmar sin ambages que la mejor Asamblea será, no la que dicte más leyes, sino la que procure desenredar la maraña legal en la que el país se encuentra atrapado.
Hay que establecer, por cierto, que los males comienzan en la propia Constitución y su errática visión de la tarea legislativa, que la Ley Orgánica de la Asamblea lleva a límites extremos.
Lo visto en estos años demuestra que el debate legislativo es muy limitado, que la votación en paquete permite la aprobación de cualquier barbaridad y que, en la práctica, quien ha dictado muchas leyes ha sido el presidente de una comisión.