Desaparecido físicamente el dictador que por más de media centuria dirigió las riendas del poder en Cuba, revolotea la pregunta sobre cuál será el destino de la isla una vez que toda esa generación, por el simple paso del tiempo, tenga que traspasar la administración del país caribeño a nuevos cuadros directivos que, hoy por hoy, por el secretismo que impera en los manejos de esa nomenclatura, resultan una verdadera incógnita. Pero más allá de eso, el suceso es ocasión propicia para referirse a la especial devoción que practicó gran parte de la izquierda latinoamericana en torno a la figura de Castro. Su presencia los cautivó. Muchos, una vez que llegaron a constatar que esa utopía no conducía a nada, no tuvieron los arrestos necesarios para apartarse, marcar los excesos y denunciar los desvaríos. Quizá temieron al inmenso aparato propagandístico del régimen, con una repercusión muy grande fuera de la isla, que a más de un disidente se encargó de señalar y denostar hasta convertirlo en un verdadero paria, cualquiera fuese el lugar del mundo donde estuviese. Se quedaron callados. Otros, los que integraron el estrecho séquito que adulaban al dictador, convertidos en verdaderos alfiles encargados de arremeter contra todo aquel que pensara distinto o criticara al régimen, eran premiados integrando los cenáculos supuestamente de vanguardia, los verdaderos detentores de la verdad que se habían anticipado a hacer los anuncios de cuáles iban a ser los nuevos derroteros de la historia.
Aquello significó que gran parte de los políticos de los países latinoamericanos se acostumbraran a tener buenas relaciones con el gobierno de la isla. Si no lo hacían corrían el riesgo que las fuerzas internas admiradoras del proceso cubano se convirtiesen en incisivos activistas que desfigurasen a sus gobiernos. Otras tantas veces las relaciones de toma y daca que mantenían servían para que, de una manera u otra, los gobiernos de la región se mostrasen cercanos a las tesis de izquierda, para en realidad actuar a sus anchas al interior de sus fronteras.
La influencia cubana, sin duda, determinó a la juventud de la época en toda América. La revolución fue el referente para exigir cambios, que supuestamente iban a traer el bienestar y la felicidad a sus pueblos. Todo se fue desdibujando con la caída del muro en 1989 y el derrumbe soviético, dejando a la vista los grandes problemas que experimentaba el régimen que se sostenía a base de un férreo control político de sus habitantes, incapaces de pronunciarse en contra del experimento que condujo a la pauperización de la isla.
Los logros revolucionarios sólo se hallan en la cabeza de los que se convencieron que esa aventura funcionaría. Algunos, más cautos, hablan de los cambios inminentes que se requieren realizar en ese frustrado experimento. La realidad es que aquella utopía que marcó a generaciones coadyuvó a que por estas tierras se acentuaran las tesis de la culpa ajena, retrasando los cambios profundos que estos pueblos requieren para abandonar décadas de atraso y miseria.