De manera impactante nos sorprendió la muerte de Christian Benítez. Incredulidad, desasosiego y pena, amasijo de sentimientos cuando se nos adelanta a la eternidad una persona querida. Apoteósica la despedida, gran despliegue mediático, emotivos detalles de cariño, afecto y admiración desde muchos de los rincones del país y del mundo.
Aún no alcanzaba los 28 años de edad cuando se marchó, detalle por el que lastimó, aún más, su partida. No tenemos memoria en Ecuador de una situación similar, ni la de un político, ni de otro deportista o de algún personaje público; al margen de la emotividad, que aún se percibe en el ambiente, muchos coinciden que constituyó la develación de un auténtico héroe deportivo de nuestro tiempo.
Heroicidad porque a este inesperado acontecimiento lo marcan elementos que trascienden, con creces, lo deportivo y las hazañas futboleras; más allá de sus goles emocionantes, de una carrera profesional sin tacha, descubrimos a aquel niño educado en un cálido ambiente familiar, por su abuela, quien describe al nieto, textualmente, como a “un niño de hogar”; hemos mirado al ser humano, a ese joven alegre, dotado de contagioso buen humor, entusiasta, espontáneo, sencillo, sin poses ni petulancias, casi tímido, pero con la sonrisa franca, con la amistad sincera a flor de piel, con la humildad del que logró el éxito, con base en el esfuerzo, sacrificio y, por qué no decirlo, forjado en el sufrimiento, en el dolor que, en vez de amilanar su espíritu, lo moldearon en el mejor crisol, en el de los valores trascendentes.
¿Valores trascendentes? Sí, nadie se ha referido a él, ni lo ha estado recordando por su -poca o mucha- fortuna que pudo alcanzar, ninguna persona ha mencionado sus bienes materiales; todos, sin excepción, ponderamos su alegría, su sinceridad, su amistad, su lealtad, su gratitud hacia quienes le guiaron y educaron; su entrega, su auténtica humildad, el gran amor y preocupación por su familia, su fe inconmovible en la “virgencita” -como él la llamaba-, cuando acomodaba, antes del partido, una estampa de la Señora del Quinche por debajo de sus canilleras.
La riqueza que nos deja el Chucho, con su ejemplo de virtudes alcanzadas, y en tan poco tiempo, se aprecian más, mucho más, que todos sus goles y los de sus compañeros de equipo. Cuando se esparce un espíritu como el suyo se conquista, quizás, el más preciado de los valores: el amor. Claro que somos testigos de eso, ¿qué más sino amor es el que le ha prodigado su gente, no sólo sus admiradores y los allegados al fútbol, sino todos los ecuatorianos y quienes, fuera de Ecuador, conocieron su temple y agudeza deportiva? Las glorias terrenas son efímeras cuando no se enrumban a lo trascendente, cuando se tiene el corazón apresado en el tener y no en el ser. Las personas a quienes se valora por lo que son, trascienden, nos dejan un legado. Dios te pague, Chucho .