Este artículo de opinión en homenaje a Eliécer Cárdenas, del austro ecuatoriano, extraordinario relatista, fallecido hace pocos días.
En mi larga vida de lector, por hábito y en afán de neutralizarle al tedio, pues vivo en una franciscana ciudad, he ido trajinando por los senderos de las certezas y de los cuestionamientos. Cómo no estar de acuerdo con Benjamín Carrión cuando argüía que los latinoamericanos no escribíamos novelas sino relatos: los personajes los encontramos a la vuelta de la esquina. Por el contrario, ‘literatura e identidad’, una de las certidumbres de los críticos literarios de nuestro país, me parecía aberrante, ¿Cuál la identidad de El Quijote? ¿Cuál la identidad de la Divina Comedia? Si de identidad nacional hablamos es procedente que recordemos la opinión del ilustre Aurelio Espinosa Pólit: la identidad está dada por la obra de sus historiadores, sus literatos, sus científicos, en el entendimiento que la identidad de un país no es una línea recta de continuidad en el tiempo: el caso de México es clarísimo.
A lo que voy. Fue Marcelo Chiriboga, personaje ficticio, quien nos representó en el ‘boom’ latinoamericano, gracias a la ocurrencia de Carlos Fuentes, mexicano, y José Donoso, chileno. Los ecuatorianos reaccionamos: Javier Izurieta filmó un documental, incluido un reportaje, sobre aquel fantasma. En una suerte de biografía escrita por Diego Cornejo Menacho (“Las segundas criaturas”, 2010), inclusive se llegó a la casa solariega de los Chiriboga en uno de los confines de la provincia de Chimborazo. Allí se encontró con la hermana de Marcelo, la memoria que quedaba de aquella familia. Cornejo Menacho llegó al sitio en donde Marcelo Chiriboga estaba enterrado. Lo referido desató la retórica de nuestros críticos literarios; todos a una: “identidad (la nuestra) y literatura”. Tanto más que Ecuador apenas era una línea imaginaria, en opinión de Enrique Adoum. Son las razones que me impulsaron a leer aquellos relatos y alguna novela que en su momento me parecieron excelentes. En esta segunda vuelta pocas quedaron en pie: “A la Costa” (1904), Luis A. Martínez; “Un hombre muerto a puntapiés” (1926), Pablo Palacio; “Huasipungo” (1934), Jorge Icaza; “Los Sangurimas” (1934), José de la Cuadra; “Cruces sobre el agua” (1946), Joaquín Gallegos Lara; “Polvo y Ceniza” (1979), Eliécer Cárdenas. No llegué a más…
Tal ejercicio me ha permitido sostener que ‘literatura e identidad’ es una opinión sesgada con la que nuestros críticos literarios pretenden justificar sus limitaciones. Lo apropiado sería estudiar una obra literaria en el contexto de una ‘circunstancia’, en el sentido que Ortega y Gasset le daba al término. Viene en mi auxilio la estupenda novela de Erico Veríssimo “El Tiempo y el Viento” (1961): la circunstancia, las historias del brasileño Rio Grande del Sur.