Los acontecimientos de la historia reciente de nuestro país no son edificantes. Durante diez años padecimos un régimen personalista, dictatorial y corrompido que, nutrido por su propia venenosa doctrina, degeneró hasta volverse indiscutibles sus nefastas consecuencias. Sus partidarios, más que postular y defender sus ideas, se vieron hipnotizados por la demagogia populista, y sus dirigentes, repartidos en todas las funciones del estado, más que funcionarios públicos responsables, fueron incondicionales servidores del líder omnipotente, “soldaditos de la revolución”, como dijera la servicial señora Espinosa.
Las lecciones que emanan de esa década son elocuentes. Se cumplió en el Ecuador lo que Bolívar denunciaba como uno de los corolarios del ejercicio prolongado del poder: el que manda se acostumbra a mandar y el que obedece, a obedecer. De allí emerge la tiranía. La obsecuencia de los servidores de Correa llegó al límite de aceptar, silenciosos, la orden de no hablar: solo Correa podía hacerlo. Su palabra era la única. Unida a su temperamento, silenció a Ministros y Secretarios y llegó inclusive -colmo de los colmos- a producir una autocensura generalizada. Siempre hubo, a Dios gracias, voces irreductibles y valientes que se obstinaron en ser libres y ejercieron su libertad, a pesar de todos los riesgos.
Próximo a terminar, ese nefasto régimen organizó un proceso electoral cuestionado, que parecía una maniobra para cuidar las espaldas de Correa y los suyos. Se produjo lo impensable: el sucesor abrió los ojos a una realidad que había tardado diez años en descubrir y muchos de los dirigentes del partido de gobierno, útiles marionetas en el pasado, tardaron pocas horas en reconocer las verdades que el inconforme sucesor desvelaba. Su ceguera devino en súbita iluminación. De correistas furibundos, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtieron en morenistas convencidos.
El semidiós de ayer, ahogado en su cinismo y egolatría, es pródigo en improperios contra los que antes le sirvieron. Desde su auto-exilio en Bruselas, con un cinismo que ya no sorprende pero que abisma, pretende dar lecciones de moral, lisonjea a las instituciones de derechos humanos a las que antes denigraba y cuya protección busca ahora y se lamenta -moderno Jeremías- exclamando lloroso ¡Oh patria mía, a que abismos te están conduciendo los empresarios!
Mientras tanto, el Ecuador sigue esperando que el Presidente Moreno decida, de una vez por todas, en un acto de indispensable congruencia, dar la fuerza de los hechos a sus acertadas palabras, concretar las esperanzas que supo despertar y estimular en el país, prescindir de aquellos cuyas volubilidades acomodaticias los descalifican y señalar así claros rumbos a la nave del Estado.
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