En los últimos 15 años, Ecuador ha tenido nueve presidentes. Por ello no sorprende, quizá, que el lamentable fantasma de la inestabilidad haya de pronto regresado a ese país. Una violenta revuelta policial acaba de conmover a Ecuador y a la región toda. La asonada, provocada por reclamos salariales, fue absolutamente irresponsable e injustificable.
La temeraria forma en que reaccionó el presidente Rafael Correa, quien pretendió sofocar personalmente la protesta sin advertir la tremenda crispación de sus actores, agravó la situación. A ello se sumó el rescate del Mandatario, realizado a sangre y fuego por parte de los militares, que dejó un saldo parcial de cinco muertos y casi 200 heridos y hasta arriesgó la vida del propio Presidente.
La reacción de las instituciones regionales fue correcta e inmediata. Como corresponde, salieron a respaldar abiertamente al Gobierno constitucional ecuatoriano, lo que definitivamente cabe aplaudir. El repudio a las intentonas antidemocráticas fue instantáneo.
Pero lo cierto es que los organismos regionales siguen con un andar deficitario, al hacer la vista gorda frente a groseras deformaciones de la democracia que atentan contra su esencia, sin advertir el gravísimo peligro que ello supone. Ecuador, como Bolivia, Nicaragua y Venezuela, así como nuestro propio país, tiene un gobierno con rasgos populistas y autoritarios, que presiona y manipula las instituciones centrales de la democracia, concentrando burdamente el poder en manos de las respectivas administraciones nacionales. Así es como se transforma a las legislaturas en sellos de goma y a los tribunales en voces sumisas o presionadas que hablan desde la impotencia; al mismo tiempo, se cercena cada vez más la libertad de opinión en busca de instalar un discurso único y obtener impunidad.
Desgraciadamente, la propia Organización de los Estados Americanos ha decidido ignorar todo lo antedicho. Y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que ahora preside Néstor Kirchner, ni siquiera parece advertirlo, muy probablemente porque algunos de sus actores centrales son justamente quienes están empeñados en deteriorar las instituciones de la democracia para ponerlas al servicio de sus respectivas ambiciones personales.
La gravedad de los violentos sucesos ecuatorianos debería hacer reaccionar a los responsables de defender la democracia con acciones que incluyan todos los peligros que la acechan. Tanto los alzamientos de sectores profundamente antidemocráticos, como las actitudes de los propios gobernantes que entienden equivocadamente que el acceso al poder mediante el voto les confiere un cheque en blanco para avasallar las instituciones y la división de poderes.