Hace seis años, salí del Ecuador para hacer un doctorado. No, no fue porque la Revolución Ciudadana me haya forzado a hacerlo o me haya otorgado una beca.
Este era mi principal sueño, desde que estaba en la secundaria. Me apasiona la economía política internacional y entender el porqué los países prosperan. ¿Es su política exterior? ¿Su sistema político? ¿Sus políticas industriales? Decidí empezar por esta última pregunta. Tracé la historia de todas las políticas industriales desde la Revolución Liberal, tanto de sus incentivos económicos como institucionales.
Una de mis conclusiones fue que las políticas industriales en el Ecuador no habían fracasado por inexistentes o por demasiado liberales. Todo lo contrario, habían sido generosamente proteccionistas. Fracasaron porque nunca nadie se puso de acuerdo en aplicarlas, continuarlas, medirlas, reformarlas, teniendo metas claras.
Es una historia de empresarios divididos entre Costa y Sierra, ente Sierra Sur y Sierra Norte, entre comercio e industria; partidos políticos divididos y divisiones al interior de estos partidos políticos, obreros divididos, en fin. Este es apenas un tema de los muchos de política pública donde todos trabajan para anular lo anterior.
La Revolución Ciudadana puso luces de neón a mi trabajo doctoral, porque exacerbó la tradicional división en el país como nunca antes en su historia.
Se había acabado la posibilidad de tregua y respeto, donde ciudadanos ilustres como Clemente Yerovi o Germánico Salgado aún podían mediar. Rafael Correa cambió la posibilidad misma de participar y de contribuir en buena fe con el país. Todos quienes criticábamos éramos automáticamente señalados como enemigos o denostados como miserables; por supuesto, los golpes más duros lo sufrieron indígenas, periodistas y activistas.
Cuando ese mismo discurso tocó la puerta de mi familia, de amigos cercanos, comprendí cuán tóxica se había vuelto no solo la política, sino la sociedad ecuatoriana y decidí no volver.
Nunca me molestó vivir en un país pobre, pero sí vivir en un país donde una parte de la población había suspendido la capacidad de pensar, le bastaba creer al aparato de propaganda.
No sé hasta qué punto el Ecuador va a aprender las lecciones de esta década; si seguirá votando por caudillos o mesías en lugar de presidentes; por mandatarios que hacen tabla rasa de todo lo construido y quieren anular la historia.
Si pudiera escoger la lección de esta década, sería la de escuchar, de dialogar y de aprender a negociar entre diferentes; sería la de empezar a hacer políticas públicas escuchando las preocupaciones y puntos de vista diferentes, no solo los de nuestro círculo íntimo o ideológico, o peor aún de nuestras muy interesadas conveniencias. Solo entonces, el país empezará a cambiar para bien porque tendrá planes de largo plazo, que no dependen de quienes se quieren eternizar en el poder.