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La lealtad es una virtud que celebramos en las relaciones de familia y de amistad, en el soldado, el ciudadano y el subalterno, mientras, al contrario, despreciamos a quien actúa de manera “desleal” y viola la confianza depositada.
Sin embargo, la lealtad incomprendida puede llevar a serias dificultades. Pongo un ejemplos: el funcionario público a quien un amigo de la infancia pide que le ayude, haciendo trampa, a conseguir un jugoso contrato ¿debe ser leal a su amigo, o al principio de honestidad? Si no ayuda a su amigo no faltarán quienes, entendiblemente, lo acusen de “desleal”.
Este individuo está frente a un conflicto entre dos lealtades, a la amistad y a la honestidad. Para resolverlo, necesita reconocer su existencia, y comprender que las decisiones morales no son, como se nos enseña en absurda sobre-simplificación, entre “bueno” y “malo” sino, con frecuencia, entre dos opciones, cada una de las cuales es, en principio, “buena”. En el ejemplo, no es cuestión de simplemente ser “leal”: necesita definir cuál debe primar entre las dos lealtades.
¿Formamos a nuestros jóvenes con la capacidad para manejar adecuadamente dilemas de este tipo? Una evidencia de que no lo hacemos parecería ser la masiva corrupción en medio de la cual vivimos. Les hacemos a nuestros jóvenes, en muchísimos casos, el flaco favor de llevarles a creer que el mundo moral es sencillo, blanco o negro, “bueno” o “malo”. Y luego nos rasgamos las vestiduras cuando nos sentimos inundados por la podredumbre de la corrupción, el abuso del poder y la impunidad, sin darnos cuenta que la raíz de esa inmunda inundación está, precisamente, en la inhabilidad de muchísimas personas para procesar adecuadamente los profundos dilemas morales que todos enfrentamos en múltiples contextos.
¿Cómo podemos generar la habilidad para procesarlos adecuadamente? Alejándonos del pensamiento moral sobre-simplificado y de la rígida imposición de sus dogmas (por ejemplo, “la lealtad es siempre buena”), y estimulando más bien la capacidad y voluntad de discernimiento, que solo puede existir en la mente de quien se atreve a pensar por sí mismo, confía en su propio criterio, y es capaz de resistir las inmensas presiones de la tradición, las costumbres, los viejos amigos, el poder e, incluso, la conveniencia.
Comparto el criterio de que es necesario fortalecer nuestras instituciones judiciales, y de que un camino probablemente bueno para ello sea seguir el ejemplo de la CICIG en Guatemala. No podemos aceptar que quede impune la avalancha de fechorías de las cuales nuestra sociedad ha sido víctima.
Pero la prevención de futura corrupción depende, sobre todo, de la formación de mejores ciudadanos, que no pasa por solo darles cursos de cívica y ética, sino por hacerlos capaces de elegir sus lealtades.