La nuestra es una sociedad de memoria corta. Este es un tiempo de abdicaciones y olvidos, y de mudanzas hacia las metas que señala el pragmatismo y la ganancia fácil. Es un tiempo en el que crecen los prestigios sin sustancia, las importancias sin fondo, las retóricas sin compromiso. Es época de perturbaciones en que sistemas y valores están en crisis.
El mayor olvido afecta a algo que antes se conocía como integridad, como firme adhesión a los valores, como inconmovible compromiso con la propia dignidad. Con escasas excepciones, se ha enterrado en silencio esa incómoda integridad que, para algunos, aún es la trinchera para resistir y el aliento para seguir adelante incluso entre la soledad de las negaciones. Asunto grande ese de la integridad, asunto grande ese de la consecuencia. Y más grande aún aquello de la lealtad.
Ya sea porque la coyuntura nos agobia, ya porque son temas demasiado arduos, ya porque la mediocridad nos tira para abajo, lo cierto es que cada vez son menos los que se ocupan de semejantes cosas, áridas para muchos, incomprensibles para otros, disparatadas para unos cuantos.
Hay que admitir, sin embargo, que las personas y la sociedad, a la larga, necesitan construir pautas, fundar familias y crear país sobre el único piso firme que es posible: el de los principios, el de los rigores y, a veces, el de los sacrificios. Lo que ahora ocurre -y ahí está el corazón del problema- es que no hay tiempo para semejantes despistes, no hay vocación ni espacio para pensar más allá de la rumba y la resaca. No hay vocación para sentarse un momento, hacer la pausa necesaria, y reflexionar en que un mundo hecho de olvidos, negaciones e intereses no es duradero. Y, lo fundamental: que este entramado de relaciones en que vivimos requiere un mínimo de lealtades.
Además, habrá que admitir que las experiencias sociales fructíferas en términos humanos no son posibles sin la aspiración constante a la excelencia, que es lo contrario al acomodo universal en la mediocridad. Excelencia humana, que es distinta, y que es mejor, que las otras “excelencias” que abundan en el mercado en que proliferan las pequeñas estaturas. Excelencia, que no tiene que ver con la inclinación a recopilar diplomas y a llenar hojas de vida con sonoras declaraciones, que solo dejan en claro la petulancia que ha reemplazado a la verdad, la cursilería que ha derogado la austeridad.
A medida que escribo, se afianza la sospecha de que esto sonará en no pocos oídos a tambor de lata, a rincón moralista. No importa. Lo que sé es que las personas construyen las sociedades y los estados, y no a la inversa, y que, sin buenas personas, no habrá comunidad, ni democracia, ni tolerancia, ni relaciones basadas en conceptos mejores que la ambición, la voracidad y el consumo.
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