Vivimos tiempos en que es necesario recordar la virtud de la lealtad. La cultura dominante, tan individualista y replegada sobre sí misma, no nos consiente desarrollar virtudes que pertenecen, en lo más hondo del corazón, a la identidad humana. Una de ellas es la capacidad de ser leales, fieles a los compromisos adquiridos, a los valores heredados, a la fe profesada, a las personas que nos rodean. Sobre todo a las personas.
Siento que esta es una de las dimensiones fundamentales de la vida: la capacidad que tenemos de relacionarnos de forma positiva, amigable y comprometida. Es algo que no se refiere sólo al mundo político, empresarial, laboral,… por supuesto que también. Pero, sobre todo, es algo que queda en evidencia en las distancias cortas, allí donde las personas podemos ser amigos, esposos, compañeros,…
Creo que la lealtad es una de las grandes experiencias que forjaron mi vida. Pienso en la lealtad de mis padres, de mis maestros, de los amigos del alma, de tantos hombres y mujeres con los que he andado el camino. Poco a poco, su lealtad fue la mía y marcó el campo en el que crecí -como casi todos- en medio de límites y de contradicciones, pero siempre atento a recuperar la humanidad perdida.
Hoy, desde la atalaya de los años y de la experiencia, me doy cuenta de que la lealtad dignifica la vida. Podemos ser limitados, pobres, enfermos, vulnerables,… pero mientras seamos leales, siempre seremos humanos, reconocidos y amados. Ojalá que todos experimentáramos el valor de la lealtad. Descubriríamos el significado más hondo de esta humanidad amenazada por los intereses de turno, por los rencores y resentimientos que, inevitablemente, acompañan la vida.
Tampoco quiero hacer un canto ingenuo de la virtud. Yo sé (y lo sé por experiencia) que la lealtad siempre supone una apuesta arriesgada. Me lo decía un viejo amigo, necesitado de comprensión y de apoyo: “Ámame cuando no lo merezca, porque será cuando más lo necesite”. Y es que, cuando uno es leal, lo que realmente importa no es la propia satisfacción, sino el hecho de que, también en medio de las miserias de la vida, los amigos crezcan y aprendan el valor del bien y de la compasión.
Inmersos en un mundo amenazante, siento que los jóvenes son capaces de comprender y de vivir lo que a nosotros, los adultos, tanto nos cuesta a causa del escepticismo reinante.
No renuncien a la lealtad, a ser fieles a la palabra dada, al amor compartido, a las certezas del corazón, cuando la inocencia de la fe era más grande que la fuerza de la codicia. ¡ La lealtad siempre nos hará humanos! ¡Ah, y felices!