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Fui invitado hace pocos días a dictar una conferencia sobre la negociación a un grupo de dirigentes políticos en el país. Acepté la invitación con agrado, y luego, en un correo electrónico de confirmación, se me dijo: “Temas políticos nacionales que afecten intereses o susceptibilidades de los participantes o del Gobierno Nacional no deben ser considerados en la exposición”. Ante este evidente intento por aplicarme censura previa, decliné la invitación que ya había aceptado. Lleva esta experiencia a preguntarnos a qué es que le tienen tanto miedo quienes se autocensuran y/o pretenden censurar a los demás.
La primera y más fácil de las explicaciones es alguna variante sobre el miedo a la autoridad, a castigos, reprimendas humillantes, pérdida del trabajo u otras consecuencias negativas de haberla contrariado. Muchos de nosotros que hemos vivido ese tipo de experiencia podemos recordar el terror que nos inspiraba la amenaza de, por ejemplo, “avisarle a tu papá” o de ser “enviados al rector”.
Pero es demasiado fácil echar toda la culpa a la autoridad, sea paterna o de algún jefe a quien se caracteriza como una especie de Lobo Feroz que no nos deja pensar, cuestionar o discrepar. Cierto es que existen figuras de autoridad que tratan de imponer sus ideas y su voluntad a todo trance. Pero existen, del otro lado, miles, millones de personas subalternas, o con menor poder relativo, que escudan su propia debilidad en una supuesta intolerancia o dureza del superior jerárquico, pero que en el fondo son prisioneras de su propia inhabilidad para afrontar el potencial mal rato, cuestionar con altura y con argumentos, y sostener una posición razonable sin tener que recurrir a ataques o a agresiones. No es que no les dejan pensar: es que no se atreven a hacerlo (recordemos el “¡Sapere aude!” de Kant) y, como les describe Bertrand Russell en su Historia de la Filosofía Occidental, “dedican sus vidas simplemente, tímidamente, a dejar que pase el tiempo”.
¿Son responsables de este triste estado de cosas las figuras de autoridad impositivas que habitan tantos y tantos hogares, escuelas, colegios, empresas e instituciones de nuestra sociedad? Sí, sí lo son.
Pero ¿son los únicos responsables? Planteo que no, que llega un punto en la vida de toda persona adulta en el que basta de plañideros lamentos de cómo “nos oprimieron”, “no nos enseñaron”, “no nos dejaron” y, aun ahora, nos oprimen, no nos enseñan, no nos dejan.
Quienes han hecho una diferencia –Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela, la Madre Teresa, Juan Pablo II, Malala- no se sentaron a la vera del camino a esperar que alguien con más poder les abriera las puertas o les diera permiso para actuar. Como lo plantea Ronald Heifetz, “ellos no esperaron que los llamara el director técnico para salir al campo de juego”.