Qué le cuenta la política a Dios

Carlos Menem temía a Dios y a nadie más. Lo repitió durante sus diez años como presidente toda vez que tuvo que explicitar públicamente cuál era su verdadera jerarquía en el justicialismo, su papel protagónico como macho alfa de la sociedad argentina en momentos de desobediencia o conspiración. En su caso, la convivencia de política y religión nunca logró liberarse de un manto de misterio. Gobernó como católico practicante y la Iglesia lo aceptó como tal, uno más en el rebaño. Fue su esposa, Zulema Yoma, poco antes de asumir como primera dama, quien puso, en palabras comprensibles, ese interrogante nunca resuelto.

La escena ocurrió algunas semanas antes de la elección presidencial, en el departamento del matrimonio en la calle Posadas. Yo había terminado de entrevistar a Menem, para La Nación, cuando Zulema se acercó y dijo: "Esperá, no te vayas, te preparo un café turco, vas a ver lo bien que lo hago". En la cocina, sin rodeos ni testigos, preguntó: "¿Entendí mal o Carlos te dijo que es católico practicante?" Respondí que sí. "¿Y lo vas a publicar?" Volví a decir que sí. Zulema entonces cambió el tono. Habló como alguien que se desentiende de su propio relato y de sus consecuencias. Dijo: "Es raro, porque hasta hace unos días era musulmán". Dos meses más tarde, Raúl Alfonsín le colocaba la banda presidencial a Menem. A su modo, política y religión habían alcanzado un entendimiento cuyos términos jamás se hicieron públicos, y que perseguía un solo propósito: no violentar la Biblia, tampoco la Constitución, que todavía no contemplaba la posibilidad de un presidente no católico.

El reciente desliz freudiano de Cristina Kirchner ("hay que temerle a Dios. y un poquito a mí") es un episodio muy diferente, pero en donde política y religión vuelven a encontrarse.

Enrique Krauze, el intelectual mexicano que desarrolló el Decálogo del Populismo Iberoamericano y uno de los que más estudió las estrategias con las que esa forma de hacer política se camufla en la democracia hasta envilecerla, describiría la frase como un caso típico de sobreactuación. El ejemplo que confirma la teoría. La Presidenta no ha hecho otra cosa que apelar a la mística para exaltar su poder carismático. Como dice Krauze, el populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella para fabricar su verdad. La mención del temor a Dios, con el agregado implícito de que ella también puede ejercer su cuota de castigo, apunta a revalidar su autoridad ante los gobernados. La palabra "temor" entusiasma a los militantes porque descuentan, con razón, que no son los destinatarios del mensaje. Quien se tome el trabajo de volver sobre los 1200 discursos de la Presidenta podrá comprobar otro apotegma del kirchnerismo. El blanco de la represalia, descalificación y castigo es siempre el "enemigo exterior".

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