La sombra del guerrillero

Hace medio siglo, la imagen del guerrillero aparecía rodeada de un nimbo de leyenda gloriosa. Solía mirar al horizonte con la cabeza un tanto levantada, como si estuviera ya oteando el futuro que pretendía construir con su metralla.

Había abandonado la vida segura y ordenada que vivía en las ciudades, había olvidado su profesión original, había renunciado a la calma de los atardeceres en el patio de su casa, donde sonreía su madre rodeada de geranios. A cambio de todo eso ahora tenía la selva por morada, recorría los caminos de montaña y cruzaba los ríos torrentosos hasta dar con el objetivo que buscaba.

Sus acciones, como las picaduras de avispa, eran siempre sorpresivas, violentas, destructoras, pero su rapidez le permitía escabullirse de todas las reacciones. No poseía nada, aparte de su fusil y alguna fotografía que miraba por las noches con nostalgia. Sin embargo, era el dueño de la historia: de sus acciones dependía la construcción de un futuro luminoso, y su búsqueda venía a redimirle. Todavía recuerdo que, en medio de la conmoción que causó la muerte del Che Guevara, un sacerdote joven estampó palabras definitivas en una publicación que por entonces hacía el clero posconciliar y “comprometido” del Uruguay:

“Gracias, Che –dijo entonces–, gracias porque me hacés tener vergüenza”. Vistas a la distancia, considero que esas palabras estaban equivocadas, pero no dejan de expresar lo que en ese tiempo significaba un guerrillero: un hombre que apostaba todo, hasta su vida, por alcanzar la justicia para todos.

De aquella imagen romántica no ha quedado nada. Los tiempos pasaron y las guerrillas perdieron su sentido. Ellas mismas lo sabían. No luchan ya por esos viejos ideales que quedaron perdidos en la selva: luchan porque han encontrado en la lucha la manera de amasar grandes fortunas. Luchan para abrir camino a los cargamentos prohibidos que se destinan al extranjero; luchan para asegurar el control de territorios y poblados, y han sido capaces de burlarse de todos los ejércitos porque su estrategia sigue siendo aquella de la avispa.

Transformadas en pandillas, su horizonte dejó de ser la historia y empezó a ser el delito. De aquel guerrillero de otro tiempo ha surgido la sombra de una amenaza agazapada en la espesura: sus ojos están siempre abiertos y buscando su presa.

¿Son aves de rapiña? No. El águila se precipita desde las alturas cuando sus ojos insuperables han visto la presa, pero lo hace porque esa es su naturaleza y solo busca su alimento. El pandillero no. Su negocio es el infame comercio de la droga.

Ahora ese turbio pandillero, aunque disfrazado aún de guerrillero, no engaña a nadie. Ha decidido retener a tres sencillos ciudadanos que no les habían hecho ningún daño. ¿Por qué? ¿Qué presión quieren ejercer, y para qué? Quizá nunca llegaremos a saberlo. Sepámoslo o no, queremos que regresen esos compañeros que nos están haciendo falta. Son tres y su lugar en medio de nosotros aún está vacío.

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