Cuando escribí el primer ensayo sobre Larissa Marangoni (Guayaquil, 1967) era ya una artista consagrada. Data de cuando la humanidad se aprestaba a iniciar un nuevo siglo: año 2000, y sobraban los agoreros del fin del mundo. ¿Qué aconteció? Los seres humanos seguimos obstinados, acérrimos contradictores del tiempo, posponiendo su fin. Creemos que vamos a vivir toda la vida pero no es verdad; no obstante, la vida continúa impasible, pero para quienes quedan.
Han pasado dos decenios. ¿Qué ha obrado este tiempo en ella? Consagrarla, convertirse en cómplice de su obra, una de las más sólidas y versátiles de su generación.
De ojos metálicos, penetrantes, los del gavilán girando en círculos sobre su presa, Larissa jamás deja de pensar en sus proyectos artísticos; está labrada en el metal más noble y enérgico; sus manos nunca están quietas, pero el atributo primordial de su obra es el acervo cultural que lo avala y su obsesión por la perfección.
La morosidad, amor e intensidad con que trabaja son capaces de multiplicar su fuerza física a “límites ilímites” en sus proyectos monumentales y se volatiliza en sus obras de formatos medios o pequeños.
La formación académica de Marangoni se orientó siempre al arte: bachiller en Arte, grados en Escultura y Dibujo, Bellas Artes. Estudió sociología y religión avanzada, danza africana, idiomas. Su creación está designada a ser siempre moderna, es decir que, siendo una artista posminimalista, nunca se agotará el repertorio de análisis y de disfrute de lo que ella hace.
Al observar sus esculturas, instalaciones, objetos, fotografía, videos, surgirá una floración de expresiones y aspectos inéditos. Su obra se inscribe en las propuestas que emergieron entre el desplazamiento del arte minimal hacia lo procesual.
Ingresen a las instalaciones de Marangoni y báñense de luz. Una luz que no solo se esparce en la piel, sino que penetra en los ojos del alma y, a veces, ciega. En la mayoría de obras de Larissa se advierte un anhelo de extraer su álter ego y mostrarlo, de sacudir sus interioridades y airearlas. Reyerta, debate y pugna con sus otros yos. Nadie ni nada gana en esta propuesta. Salvo el arte.
Pienso que Marangoni es la más completa artista conceptualista ecuatoriana. Deja correr a través de su obra su ser íntegro. Lo intencionadamente fragmentado: un cuerpo que huye. Revuelta de márgenes y finales sin patrones asignables, residuos de un cuerpo que se ha exonerado de todo lo gregario y elude todos los límites. Rigidez y flexibilidad. El omnívoro que carece de horarios y siempre está al acecho. La presa está allí presta, pero ella merodea, gira; la respiración afanosa del cazador furtivo. Todo su ser adherido a sus intimidades, palpitaciones, certezas, fluctuaciones. Crepitaciones de una artista consumada.
‘Espiral que emprende su destino,/famélico obús desgastado por el tiempo./Excavemos la exquisita éxtasis del extraño extremo./La forma circular en donde se desarticulan las palabras’.