Un tal Pedro se convirtió de la noche a la mañana en héroe. El suceso que transformó su vida se produjo en Jaén, España, casi un año atrás, en circunstancias bastante particulares. Resulta que Pedro, ladrón de oficio, entró a robar en un apartamento de la localidad en diciembre de 2013. Al parecer el intruso apenas logró hacerse con algunas chucherías de la víctima del robo, y entre estas, unas cintas de video que revelaron las perversiones del propietario del apartamento, perversiones que, de un modo extraño, cambiaron el destino del ladrón.
Una vez consumado el delito, cuando Pedro disfrutaba seguramente de las cosas robadas en la tranquilidad de su casa, descubrió que los videos (en los que seguramente habrá confiado encontrar películas valiosas o documentales excepcionales, sino para qué los iba a robar), contenían escenas de pederastia del propietario del apartamento, un hombre de 64 años que venía cometiendo estas atrocidades amparado en su aspecto de abuelo bonachón.
Los vericuetos del sendero encontraron por fortuna en esta situación al mencionado Pedro, un hombre que, asumo, luego de pensárselo mucho, de divagar durante varios días, de sopesar todas las posibilidades, resolvió armarse de valor y acudir a la Policía a entregar el material robado para descubrir al verdadero delincuente de la historia. Y no es que Pedro haya sido un santo, estoy convencido de que nadie lo es de forma absoluta, de que nadie o casi nadie lo ha sido a lo largo de la historia aunque muchos se empeñen en santificar a ciertos personajes que encajan de algún modo en sus doctrinas o en sus credos, en sus intereses comerciales, en sus tiempos o en sus convicciones personalísimas, pero lo que sí demostró ser este ladrón es un tipo valiente y decente para descubrirse a sí mismo, para confesar por fuerza un delito del que no había quedado huella alguna y así revelar las depravaciones del otro.
La historia de Pedro, admirable desde cualquier punto de vista, me lleva a pensar en tantos cobardes que son testigos, cómplices o encubridores de abusos sexuales contra menores de edad, y que, protegidos por leyes primitivas o credos arcaicos, han guardado silencio o han encerrado bajo siete llaves las morbosidades de sus pares.
Pedro, el ladrón decente que se delató para descubrir las suciedades de aquel hombre, debería servir como ejemplo para todos esos degenerados que, por acción u omisión, han destrozado las vidas de miles de personas con sus agresiones brutales, con sus silencios condenatorios, con sus vicios sórdidos o con sus vergonzosos enjuiciamientos divinos.
Gracias a su confesión y arrepentimiento, Pedro sufrió una condena leve por el delito cometido. El pederasta todavía espera tras las rejas su sentencia final, y mientras tanto, todos esos niños abusados intentarán rehacer su vida a pesar del temor que los asedia, a pesar del dolor y la humillación que siempre estará rondando sus recuerdos, que los marcará hasta el final de sus días.
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