Antes -hace tiempo ya- la ciudad era un espacio de vecindario y convivencia. Calles, plazas y esquinas fueron lugares donde la gente se reconocía; eran sitios sobre los que se proyectaba la memoria. La ciudad era paisaje compartido, distancia poblada de encuentros. Cada lugar tenía su aire, cada casa su personalidad. La tienda convocaba a la charla y al chisme. La amabilidad, con excepciones, era el estilo y la marca. Saludar fue siempre el modo de ser y la expresión constante de esa “ideología del respeto” que animaba la conducta de propios y extraños.
A esas ciudades, ahora extintas, correspondió la vieja arquitectura, la pared antigua, el adobe, la madera y el ladrillo. En ellas prosperaba el tejado, el balcón y el zaguán. Las casas vivían hacia dentro, eran espacios cerrados, buenos para la intimidad, para la paz, el silencio y la memoria.
La gente “vivía” en la ciudad, esto es, había enraizado allí de tal modo que cada esquina tenía un testimonio, cada cuadra algún recuerdo, cada balcón era un signo. Las calles y plazas de los centros históricos -antes de la espesa incursión municipal- habían recibido los nombres con que los bautizó la tradición de los primeros tiempos, o el transeúnte anónimo, usando la imaginación y “la sal” que alegraba al vecindario. En esas ciudades de las que solo quedan crónicas, fotografías y nostalgia, se respiraba un aire de humanidad. La multitud era un hecho extraño, y el estrépito era inusual.
Se diría que algunas ciudades eran aldeas grandes con iglesias ostentosas y calles desoladas, con el paisaje y la cordillera metidos en sus recovecos, con el campo invadiendo todavía sus patios. En esas ciudades, la gente estaba ligada por el sentido de vecindario, y por esa solidaridad implícita, que nada tiene que ver con la connotación política de una palabra que, después, ha servido para que el estilo de vivir en comunidad y en paz, se transforme en palabra hueca, discurso pobre, o consigna de partido.
Desde mediados del siglo XX, las ciudades, y Quito en particular, se vaciaron de humanidad. La inevitable masificación las arruinó, como arruinó tantas cosas. El anonimato transformó los vecindarios en condominios multitudinarios, e hizo de los vecinos seres extraños, extranjeros en su casa, conductores agresivos, seres marcados por la prisa o transeúntes desamparados. Los municipios, con raras excepciones, perdieron las viejas marcas de la tradición. Ahora son enormes estamentos burocráticos, escenarios de
disputas políticas, parapetos electorales, recaudadores implacables, entidades obsesionadas por una modernidad mal entendida, que va demoliendo valores y casas, que tumba árboles en homenaje al pavimento, porque ellos, y los jardines, estorban la transformación de la ciudad en un“sitio para no vivir”.