La primera vez que vi un cadáver fue el 4 de enero del 2010. En un lugar desolado de San Antonio, en una mediagua, sobre una cama de tablas estaba una niña de 14 años. Recostada. Desnuda. Muerta.
Quién pudo hacerle eso? Violarla atrozmente, ahorcarla, bañar su cadáver y dejarlo sobre la cama de sus padres. No estaba ebria, no vestía minifalda, no se expuso al pasar por un callejón (para los ingenuos que aún creen que eso detona un abuso). ¡Era una niña! Ese fue su error: haber nacido con vagina.
Por 11 meses vi la valentía de su hermana Nelly Tituaña al enfrentar a policías y reclamar a fiscales. Una madrugada sonó el teléfono y era ella: “Señorita le atraparon al desgraciado”. Galys Moreira, de 28 años, cuidador de una propiedad de una orden religiosa cercana, lo confesó. “Así abrí la puerta”. “Así le agarré”. “Así huí”. Contó cómo, cuándo, dónde. Nunca por qué.
En el juicio, Nelly lo vio frente a frente y alzó su voz desgarrada por el dolor. “¡Asesino!”, gritó. Y él, la miró y sonrió. Yo entendí esa sonrisa. Estaba preso, esposado, a punto de ser condenado a 25 años, pero se sentía superior, como si él siempre hubiese tenido el control.
Cubrí decenas de violaciones y asesinatos a mujeres y niñas. Escuché de la boca de agresores decir que abusaron de una chica porque ella se les insinuó, que mataron a su pareja porque ella les hizo perder el control. En su mundo retorcido y falocéntrico, de alguna extraña forma, la culpable del crimen siempre terminaba siendo ella.
Y sí, las mujeres también asesinan. He conversado con convictas que mataron a sus esposos. Escuché sin pestañear sus historias, revisé sus procesos legales y hallé un patrón en común: fueron maltratadas. Varias tenían boletas de auxilio.
Este es el país en el que cada día hay 42 denuncias por agresión sexual a mujeres; hubo 1047 feminicidios en los últimos 8 años. Eso debería bastar para darnos cuenta de que algo está mal. O –como decía Saramago- somos de esos ciegos que ven. Ciegos que viendo, no ven.