Hace un par de años, en esta misma columna, comenté aquel apólogo sobre la Ley que Kafka incluyó en El proceso: reducido a lo esencial, dice que un campesino se presentó ante la puerta de la Ley para acogerse a ella, pero un guarda corpulento se lo impidió «Tal vez más tarde» –dijo. Como pasaba el tiempo sin que hubiera algún cambio, el campesino hizo múltiples esfuerzos para doblegar al guardia con engaños y sobornos, pero lo único que obtuvo fue una advertencia: «Aunque yo aceptara el soborno, o aunque tú pudieras engañarme (lo cual, por supuesto, es imposible), debes saber que después de esta puerta hay muchas salas sucesivas, y en cada una, una puerta con un guardia cada vez más grande. Yo soy el más pequeño de todos.» Así, el campesino se resignó a seguir esperando. Y después de muchos años, cuando empezó a sentir que estaba próxima la muerte, pidió al guardia que se acercara y con sus últimas fuerzas le preguntó al oído: «¿Por qué, durante todos estos años, nadie más ha venido con la intención de hablar con la Ley?». La respuesta del guardia fue desconcertante: «Porque esta puerta estaba hecha solo para ti y no la has aprovechado. Ahora me voy y cierro».
Numerosas han sido las interpretaciones de este apólogo, y casi todas han tomado las rutas de la teología o la filosofía existencial, pero ninguna de ellas me satisface por completo. Yo viví algunos años en Praga y sufrí (a veces divertido) los enrevesados procesos legales para actualizar la residencia, remitir dinero al extranjero o legalizar estudios, y para todo lo que el lector pueda imaginar. Y así llegué a un convencimiento: Kafka no hizo una literatura hermética; el hermetismo lo han puesto los lectores y, sobre todo, los críticos. Kafka es un escritor realista, y en el apólogo citado, la verdad es otra y muy simple: el guardia engaña al campesino; en realidad, él es el aparato administrativo y detrás de él no hay nada más que la Ley, que se encuentra secuestrada. El guardia sabe que el campesino nunca llegará a la Ley porque él no lo permitirá: lo dejará morir, pero no cederá en su empeño de mantener el secuestro de la Ley, porque en eso se cifra su poder. Y si nadie más ha llegado a esa puerta, es solamente porque ya todos han perdido su confianza en la Ley.
Recordé este pasaje kafkiano porque hay una Corte que se parece al guardia del apólogo: su demora obstaculizaba a los ciudadanos el acceso a la consulta popular. Si el Presidente hubiera sido tan crédulo y paciente como el campesino, hubiéramos podido quedar esperando muchos años. Pero el Presidente no se parece al campesino: ha pasado sobre la Corte y ha convocado a la consulta. Su acto nos compromete: acudiremos a las urnas y responderemos con espíritu positivo. No obstante, hay un problema que va más allá: estos conflictos suelen repetirse y no solamente expresan la judicialización de la política; en ellos sigue latente el riesgo de que un día dejemos de confiar en el sistema legal.
¿Y entonces, qué?
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