Dependiendo de la perspectiva que se asuma, en ocasiones, no existe diferencia entre un acto de justicia y uno de venganza. La sensación de que se ha hecho justicia cuando alguien recibe “lo que se merece”, responde a una intuición básica retributiva.
En la modernidad se espera, sin importar la gravedad de la acusación, que un castigo se decida luego de procesos en los que se aseguren condiciones mínimas: legalidad, imparcialidad, objetividad. En fin, condiciones que limitan el poder de sancionar, lo regulan. Límites y condiciones que transformados en derechos sirven para evaluar la justicia de un castigo.
En el caso de los asambleístas, éstos enfrentan, en el ejercicio de su cargo, responsabilidades civiles, penales administrativas y políticas.
Las infracciones de carácter político por las que pueden ser destituidos, constan en la Constitución y en la Ley Orgánica de la Función Legislativa, con texto idénticos son inútiles para juzgar políticamente a quienes incurren en conductas que provocan indignación social; esa grandilocuente declaración de que los asambleístas son “responsables políticamente ante la sociedad de sus acciones u omisiones en el cumplimiento de sus deberes y atribuciones, y estarán obligados a rendir cuentas a sus mandantes…”, no ha sido trasladada en reglas que respondan a esa expectativa.
Las reglas fueron hechas a medida del partido político que ejercía el poder; por eso, entre las causas de destitución no se incluyen comportamientos abiertamente contrarios a la ética, por ello la crisis de los diezmos, la interferencia abierta en otras funciones del Estado o el pago de una asesora legislativa sin trabajar, se resuelven en procesos donde se extienden de forma absurda los hechos para que puedan corresponderse con las normas que sí permiten la destitución.
Esta distancia entre lo normativo, mínimos éticos y la práctica política no es nueva, por eso son los votos, no las acciones cometidas, la verdad o la juridicidad, los que determinan la decisiones que se toman.
La ex asambleísta Ana Galarza cometió varias faltas, algunas de ellas en mi opinión graves, pero finalmente es destituida por “gestionar nombramientos de cargos públicos”, que sí es una causal de destitución, algo que la mayoría en la Asamblea consideró probado porque su nombre constaba como referencia en la hoja de vida de su ex asesor, quien fue contratado por otra asambleísta.
Vivimos en un contexto político en que el absurdo, no el derecho, la lógica o la justicia, marcan las decisiones.
No creo que Ana Galarza sea la inocente adalid de la fiscalización, sacrificada por el ánimo de venganza de una mayoría, como se ha tratado de presentarla, pero no tengo duda de que su destitución responde a la lógica de la venganza, a un “ojo por ojo” que no se detendrá mientras no cambiemos todas las reglas de juego que el correísmo nos dejó.