Sorpresivamente, llegó el anuncio del acuerdo entre el Estado colombiano y las FARC para establecer la denominada “justicia transicional”, paso importante en dirección a poner fin a la guerra civil colombiana. Tremendo dilema el que plantea esta “justicia transicional”.
Del un lado, está el clamor de las víctimas de la violencia y de violaciones a sus derechos humanos por que a los perpetradores se les castigue por las atrocidades que han cometido. Son comprensibles el deseo de que ellos sean castigados y la expectativa de que castigarlos traerá algún grado de satisfacción o de sosiego para las víctimas. Todos conocemos ese deseo de retribución, sea por mano propia, por la acción de la justicia o, incluso, por acción divina. Es precisamente en términos de retribución y castigo que muchos entendemos el término “justicia”.
Pero surgen dos problemas reales. Primero, los perpetradores de atrocidades no están de un solo lado del conflicto colombiano. Aunque a muchos nos gustaría entender a este y a muchos otros conflictos en términos de “los buenos” versus “los malos”, lo cierto es que, estemos del lado que estemos (y yo no estoy del lado de las FARC), se han cometido atrocidades y violaciones de derechos humanos de lado y lado.
Y segundo, quienes han cometido muchos de esos crímenes, que son los que al final del día tienen que decidir dejar las armas, no están dispuestos a simplemente someterse a los castigos que se les quiera imponer. Tienen la suficiente fuerza como para seguir y seguir y seguir causando más víctimas y más dolor. Como lo expresó el presidente Juan Manuel Santos en una reciente entrevista en CNN, “las víctimas del pasado piden venganza, y las posibles futuras víctimas piden paz. Equilibrar esos dos deseos es muy difícil”.
¿Cómo resolver este tremendo dilema? Creo que la respuesta más racional está en el acuerdo de justicia transicional, un sistema en muchos aspectos análogo al que se puso en práctica en Sudáfrica en 1995, que permitiría la rendición de cuentas, los actos de contrición y la revelación de la verdad sobre los hechos, y sobre esa base introduciría flexibilidad en la dureza de las penas, y la posibilidad de indultos.
Creo que es legítimo exigir que quien ha hecho daño a otros reconozca sus delitos y pida perdón, y si lo hace y demuestra convincente contrición, me parece razonable que tenga opción a menores castigos y a la posibilidad de amnistía.
Por otro lado, no creo que sea justo decirle a quien lleva un profundo dolor en el alma, y encuentra difícil o imposible hacerlo, que debe perdonar. El perdón es una condición luminosa del espíritu, a la que solo llegan algunos de nosotros. Tal vez puedan llegar ahí solo quienes han recibido mucho amor.
El tiempo dirá si en Colombia prima el deseo de venganza, o la voluntad de perdonar.
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