Reunirse para debatir, escuchar música protesta, escribir panfletos y pancartas, todo ello con un fondo ideológico revolucionario, son actos que con rapidez y ligereza han sido calificados como terroristas. Escribir un boletín de prensa, en el que se hace una acusación al Gobierno, unos jueces han considerado que es un acto que constituye un delito contra la seguridad del Estado. Realmente es para quedarse abrumado, alarmado, por la forma en que se está manejando la justicia penal.
Jueces y fiscales dirán que solamente se está aplicando la ley, lo que más bien deberían preguntarse es si las normas a las que están apelando para sus decisiones son constitucionales o no, si corresponden a los parámetros propios de una democracia. Parece que no recuerdan o no quieren recordar que esas disposiciones del Código Penal fueron incorporadas mediante decretos supremos expedidos por dictaduras militares, en la peor época de la guerra fría. Y si este origen las descalifica políticamente, pues las identifica como el producto de un extremismo, su contenido pseudo jurídico es absolutamente contrario a los requisitos elementales que debe reunir cualquier norma que establezca sanciones penales.
El art. 148 que estaría aplicándose en el caso Balda, no solo que desconoce el derecho constitucional a la libertad de expresión, sino que, por sus ambigüedades, permite una interpretación extensiva, peligrosamente subjetiva, vulnerando la certeza, característica esencial del principio penal de legalidad, que está consagrado en la Constitución. ¿Y qué decir de la forma en que se tipifica el terrorismo? Se lo hace con unos alcances tan amplios, que cualquier acto, básicamente inocuo, como reunirse para cantar, sujetos desprevenidos o malintencionados que fungen de autoridades pueden interpretarlo como terrorismo. Un fiscal no debería acusar con tales fundamentos ni menos un juez condenar por lo mismo a ninguna persona. Con mayor razón, si decimos tener una constitución garantista. Aplicando lo que esta misma preceptúa (art. 428), el juez debería suspender el trámite de la causa y consultar a la Corte Constitucional.
Podemos preguntarnos cómo es posible que tales normas hayan sobrevivido por cincuenta años. Sin duda hay que culpar al quemeimportismo y a la incompetencia de los legisladores, preocupados de cualquier cosa menos de corregir las deficiencias sustanciales de nuestras leyes, varias de ellas heredadas de las dictaduras; pero también no se debe perder de vista que para gobiernos autoritarios, normas penales como estas les sirven para sus propósitos de persecución. Y ahí se han quedado.
La solución no está en dictar un nuevo Código. Esta es una tarea compleja para la cual la Asamblea no está preparada, sino en expedir en forma urgente una reforma puntual. Y ahí quisiera ver cómo se manifiesta el espíritu supuestamente democrático de legisladores y del Gobierno.